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domingo, 18 de abril de 2010

DOMINGOS DE NOSTALGIA 5

LA MUCHACHA DE MORATALAZ

Era una niña normal: le gustaba jugar con sus amiguitas del barrio y del colegio. Le gustaba caminar descalza, saltar la suiza, retozar. Le gustaba tomar helados, comer mariquitas, ver los dibujos animados en la televisión. Le gustaba vivir... Llegó a Madrid cuando aún no asistía a la primaria. Sus padres se trasladaron desde Monforte de Lemos a la capital, donde la niña se dejó vislumbrar por un mundo de color y movimiento que en su incipiente imaginación no había aparecido nunca. Era hija única: nunca supo cómo es el cariño de un hermano, de una hermana, y siempre tuvo esa añoranza inalcanzable, pues su madre no pudo quedar otra vez embarazada. Y ella no podía saber, a tan temprana edad, que cuando alcanzara la edad de una mujer no podría tener hijos... porque era estéril.

Era una alumna disciplinada que nunca causó problemas en su escuela. Le gustaba estudiar, pasear por la ciudad, respirar el olor de las hojas de El Retiro, irse de excursión con sus amigas, ir al cine, entrar en librerías y tiendas, y de vez en cuando comprarse alguna ropa. Era una muchacha normal. Y creció saludable, con una sonrisa que quienes la conocían exclamaban que aquella sonrisa era como un arcoíris perdido en las montañas de la Sierra. O algo así. Y esas cosas la hacían sonreír.

Tenía unos dientes preciosos, y su mirada no inspiraba otra cosa que una gran confianza. A veces dejaba escapar un ex-abrupto, pues tenía su carácter que podía explotar cuando menos se lo esperaban sus seres más cercanos. Estudió y se graduó, y comenzó a trabajar, sin otra aspiración que formar un hogar y tener varios hijos, porque los niños le encantaban. Y le encantaron mucho más cuando supo la terrible verdad. Sus padres quisieron animarla:

--Mira, hija, siempre puedes adoptar un niño, no hay que amargarse por eso.

Ella callaba, guardándose el dolor de su esterilidad, continuando su vida normal, confiando en que algún día podría sentarse en una mecedora con su hijo cargado, haciéndole cosquillas para verlo sonreír. Así era su vida normal. Hasta que sucedió. Tan de repente que ni siquiera tuvo tiempo para comprender que su vida cambiaría radicalmente.

Regresaba con sus padres de unas vacaciones en Monforte cuando ocurrió el accidente: el coche desvió su dirección y se despeñó por un desvío, estrellándose muchos metros abajo. Su padre falleció instantáneamente. Su madre quedó paralítica. Ella salió ilesa, milagrosamente, en su asiento trasero, con un shock del que tardó mucho tiempo en salir. Tras la recuperación su madre quedó condenada a una silla de ruedas de por vida, con la única atención que ella podía brindarle, pues en Madrid no tenían familia ni a nadie que pudiera encargarse de atenderla permanentemente. Pero desde el día del accidente ya ella no fue la misma. Nunca más fue la misma: dejó de trabajar por un tiempo para atender a su madre, viviendo con la ayuda de uno de sus tíos gallegos, y de los Servicios Sociales de la Comunidad. Dejó de ir a la peluquería, de rizarse el pelo, tan negro y tan largo, de pintarse, de reír. Jamás entró en un coche y no quería viajar en ningún tipo de vehículo. Perdió algunos kilos y nunca volvió a tirarse fotos, bajo ningún concepto.

Yo la conocí después del accidente, cuando vivía en ese lugar tan bonito de Madrid donde pasé mis mejores años de estancia en la ciudad. Ella siempre estaba triste, pero mi perseverancia logró que al fin sonriera otra vez.

--Vamos, que tu sonrisa me llena de alivio, así mis problemas se hacen más llevaderos.

Pero no volvió a ser como antes. Tengo una foto suya de antes del día fatal pegada en la pared de mi habitación. No le gusta que se la enseñe a nadie, ni que le hable de ella a nadie, ni que le cuente nada de su vida a ninguna persona, por mucha confianza que tenga con ella. Parece que teme que le tomen lástima, un setnimiento que no podría soportar, aunque trato de hacerle ver que sólo son sus imaginaciones y que nadie le va a coger lástima.

Aquella era la muchacha de Moratalaz. Ahora ya no es una muchacha, sino una mujer, joven todavía, con deseos de vivir y de sentir la vida a plenitud, aunque me confiesa que nunca podrá olvidarse de aquel día, y que todas las noches, antes de quedarse dormida, piensa y rememora la tragedia que la sigue maltratando, y que de vez en cuando padece pesadillas en las que se repite, mecánicamente, lo ocurrido, como si de nuevo lo estuviera viviendo.

Pero hoy he querido hablar de ti. Sé que me vas a leer, aunque nadie más sabrá que hablo de ti, y enviarte este poema mío que es tan tuyo, con mi agradecimiento infinito, porque haberte encontrado en mis últimos años ha sido algo tan bello que vale la pena cualquier adversidad que tengamos que enfrentar los dos juntos. Porque créeme, querida niña, la vida puede ser hermosa todavía...

LA INUTIL AÑORANZA
Busco entre mis horas una sola palabra
más íntima que la adolescencia
para romper tu llanto y construir tu imagen
más tierna que el primer juguete.
Pero este amanecer lleno de pájaros
que se despiertan en tus ojos
golpea los hombros de mi tiempo
que es joven desde tus palabras.
Busco entre mis horas el minuto más tuyo
que detenga la espera de mis pasos
que encuentran la muerte del silencio
en tus ojos mojados por la soledad
sin sollozos, sin sueños, sin secretos.
Pero te digo adiós y se hiere la tarde
mientras los pájaros, como el tiempo, la atraviesan.
Después la noche grita, y en tu cuarto
vigilado por el ojo amarillo de la noche
tus lágrimas persisten...
Augusto Lázaro

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