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sábado, 29 de mayo de 2010

ATTILA JOZSEF: DOLOR Y LUCHA

Mi primer contacto con la poesía de Attila József fue a través de un texto que sólamente después de conocer toda su obra llegaría a comprender que era algo de eso que suele llamarse un "poema terrible": Corazón puro es un tiro de borda que lanza con toda su fuerza hasta la última esperanza:

No tengo ni padre ni madre,
no tengo ni patria ni dios,
no tengo ni cuna ni sudario,
no tengo ni sombra de amor.

En este fragmento del poema, cada palabra apoya la absoluta negación: "padre" y "madre" como los autores de la vida, "patria" como el lugar donde se vive, "dios" como la "fuerza superior" que "gobierna" la vida, "cuna" como el origen, y "sudario" como el fin. Y por si todo lo anterior no fuera suficiente, el remate de la negación en la palabra "amor": ni sombra de amor donde aferrarse para aliviar -si no afrontar- la carencia infinita. Pero el poema no termina todavía. El escepticismo y las más negativas ideas se insertan en sus cuartetas y no se alejan de su aliento ni en uno solo de sus versos. El mismo autor confesaría, años después, en su composición Para mi aniversario, ya con 32 años de edad y con una visión muy distinta y superior de la vida y del mundo, que por ese poema un profesor había exigido su expulsión de la Universidad de Szeged. Se trata, sin dudas, de su poema más amargo, más desconsolado. Pero al mismo tiempo, del menos representativo de la obra del gran húngaro.

Otro texto suyo titulado Aron József me engendró, más o menos con el mismo derrotero, tiene un tono moderado. Y otro más, La balada del pobre, canta a la pasividad de soportar el abuso, aunque con ella expresa una crudeza tal que por su acendrado realismo resulta una censura a aquella sociedad injusta. Sin embargo, en estos primeros poemas, el hombre está negado. Y al negar el hombre, el poeta se negaba a sí mismo. Pero para comprender por qué salieron de sus cuartillas rotas tantas brumas y hojarascas, sobre todo en sus primeros años de creador en andas, hay que hurgar, muy minuciosamente, en las tribulaciones que atormentaron su adolescencia y su primera juventud. Estas fueron tales, que lo ensimismaron en esa negación total que le impedía vislumbrar una salida del laberinto en que en aquella etapa de su vida estaba sumergido, y que, por supuesto, dista mucho de ser el modelo por el que se pueda juzgar su obra literaria.

Varios poemas de esos años tienen un pesimismo que va haciéndose más débil en la medida en que se avanza en su quehacer literario y vital:

No tengo nada que llevarme a la boca
y voy a vivir largo tiempo.


Aparece aquí también algo desgarrador, pero ahora, al menos, con la fe de vivir. De vivir a pesar de lo adverso de esa vida que le toca. Nos enfrentamos entonces a unos versos descarnados, amargos, pero temblorosos de voluntad y de vida. Esa voluntad lo acerca a una visión más acertada. Tal vez por eso en el poema Amargo -cuyo título por sí solo desconcierta-dice:

y sé infaliblemente
que el mundo sólo se transforma en nosotros.

Hay quien ha encontrado en este concepto de la transformación del mundo -carga demasiado pesada para su espalda débil- una aproximación al solipsismo berkeliano. Pero, ¿por qué pensar que la idea de nosotros (del hombre) se sustenta porque el poeta piensa que no somos "nosotros" (el hombre) los que podemos transformar el mundo?

Más tarde aparecen los lamentos por la ausencia del padre y la muerte de la madre, que aun en las horas de la evocación nos retrotraerán a la tristeza (tal vez la decepción) de la primera parte de su vida. Mas, después de estos intentos expresivos, toma conciencia como creador de su papel en esa sociedad, de su destino histórico como hombre colocado al cien por ciento de sus energías junto a los oprimidos de la tierra. Y pasados estos capítulos de balbuceos y debilidades, nos enfrentamos a una poesía de lucha en el dolor que nos subyugará definitivamente.

Attila József nació en Budapest el 11 de abril de 1905. Su madre, abandonada por su esposo cuando el niño tenía tres años, tuvo que lavar y lavar y lavar para criar sus hijos, y murió de cáncer uterino. Murió joven, porque, como decía el poeta, "las lavanderas mueren pronto". El drama paterno se reflejaría en su obra, una y otra vez, indeclinablemente. Desde muy pequeño comenzó a luchar por ganarse la vida, y pasó por una larga sucesión de tareas y oficios como guardia rural, vendedor de agua en un cine, dependiente de pastelería, fabricante de juguetes de papel, periodiquero, mandadero, obrero agrícola en Kiszomber, contable de un banco en Budapest, y mozo de una embarcación en el río Danubio (cuyas aguas nunca fueron azules para el muchacho inquieto). Realizó sus estudios secundarios en Makó, y era ya un poeta célebre cuando matriculó en la susodicha Universidad de Szeged, donde no se graduaría de maestro por su "poema terrible".

Con los años, que pasaban rápidos por sus días cansados, pero que le hacían perder, paradójicamente, con cada nuevo golpe su debilidad, fue convirtiéndose en un proletario conciente y en una dolorosa pero firme voz de los desheredados. Precisamente por su composición Corazón puro y por algunas otras que se juzgaron como antipatrióticas (término tan de moda últimamente en la esfera política española) y hasta subversivas por la clase dominante de entonces, abandonó sus estudios universitarios a pesar de conocer el griego y el latín, el alemán y el francés. Vivió en uno de los períodos más convulsos de la historia de su patria: entre las dos guerras mundiales. El crítico Miklos Szabolsci dice que "vivió una vida difícil y creó una gran poesía".

Y así, empujado por el viento de su propia fuerza, el poeta viajó errante y proscrito (algo parecido al cubano José María Heredia) y corrió por la nieve estampada en Budapest, paseó por los atardeceres prolongados de Viena, y desanduvo por los rayos de sol de París. Sus poemas fueron haciéndose más combativos y polémicos, porque, como todo hombre que está lleno de humanidad, József estaba ya ganado por la causa de los trabajadores y de todos aquellos que sufren la desigualdad de una sociedad injusta.

En 1927 regresó a Budapest y allí matriculó otra vez en la Universidad, a la par que trataba de "vivir" de la literatura. En 1936 (año en que comienza la guerra civil española) su poesìa alcanza su más alta cima. El poeta es entonces el genuino portavoz de la nación oprimida, hasta que es golpeado por un nuevo martillazo, esta vez demoledor: una crisis nerviosa que degenera en una enfermedad síquica que progresa muy rápidamente y lo aniquila. Un año después se tiró bajo un tren, en un pueblito de veraneantes, junto al balneario del lago Balaton.

A los diez y siete años escribió El mendigo de la belleza, su primer poemario, publicado en 1922. Dos años después publicó No soy yo quien grita y en 1930 No tengo padre ni madre. Estos tres títulos pertenecen a su perìodo de formación. Su obra madura aparece en sus últimos años en El leñador, Noche de arrabal, Danza del oso y Duele mucho (entre los años 1931-36). En los tres últimos se reúnen casi todos sus llamados "poemas políticos".

Attila József va dejando atrás, en el itinerario de su vida, aquel escepticismo del principio. Ahora llegamos a sus fuentes de pasividad, de reflexión, de protesta. El más típico ejemplo de esta "progresión" son estos versos:

Entre los malos hombres nunca estará su niño.
¡En el lago, caray, mejor está su niño!

Este pobre padre (que es en todo caso un padre pobre) prefiere el sacrificio de la vida de su hijo a un futuro desprovisto de la digna condición humana. Y esta acción se traduce en protesta. Martí terminó su poema Mi reyecillo con versos aleccionadores: "Vivir impuro? / No vivas, hijo". El poeta crece y con él crece su poesía, arrollando a su paso como tronco de ceiba empujado por la fuerza del huracán. Entonces el "nosotros" sustituye al "yo" y la idea de lo general, de lo colectivo, se introduce para siempre en su modo de expresión:

En vano hundes tu rostro en ti mismo,
sólo podrás lavarlo en otro rostro.

Desde estas palabras el poeta se plantea su proyección del hombre como generador y acepta como única posibilidad de triunfo la unión a "otro rostro" (a otro hombre), a ese otro rostro que comparte su lucha y aumenta su fuerza.

Los trabajadores siempre son protagonistas de su mejor poesía. Su temática, a partir de la profundización de su conciencia y de su convicción de que el arte puede ser muy útil sin dejar de ser arte (en su caso ha sido muy cuestionada esta sentencia) al servicio de un fin social justo y común. El poeta piensa en sus amigos y sus amigos son trabajadores. En las horas de risas y lágrimas, los trabajadores, que con

las camisas sudorosas y sucias
sólo comen, comen, no hablan: comen
un almuerzo de pan y pepinos.

Y al igual que ese hombre embrutecido por el trabajo agotador, es capaz de estremecerlo la mujer, fiel compañera que también, como aquél (y junto a aquél), frente a las máquinas, produce, lucha, vive:

y hasta la mañana, mientras recesa su labor,
las máquinas tejen a disgusto
los sueños fugaces de las tejedoras.

Hasta qué punto calaron los trabajadores su obra podemos captarlo en un solo verso:

como los panaderos, se levanta al amanecer.

Es la mujer amada la que se levanta al amanecer, como los panaderos, sustitutos en sus versos de gorriones dulcificados por la sensiblería o quimeras edulcoradas por románticos tardíos. Para József la mujer amada aplasta con su realidad a las princesas despertadas de su ociosidad por algún caballero de los cuentos "felices", porque el poeta no compara a su amada con ninfas ni estrellas (como dijera Darío en uno de sus cuentos: "¿ninfas? No, mujeres"), sino con esos panaderos, "parientes de los hornos de pan bueno", los mismos que aparecen, riterándose, en otras composiciones suyas dedicadas al amor. Y así el amor va haciéndose una constante en su obra madura. Y es precisamente en éstos, sus poemas ¿de amor?, donde sus imágenes, su ritmo, su musicalidad, se hacen más sentidos, más suaves, más bellos:

Estoy cansado de tanto trabajar,
también voy a dormirme.
Duerme tranquila, dulcemente.
Seguramente tú estás triste
y por eso también estoy triste.

La añoranza de los momentos juntos, tan escasos como intensos, saca de sus entrañas sencillas notas de ternura: "y si recibe flores, / todas son para ella". El amor es un apoyo que ahora tiene, y no como una sombra. Y más que añorador, se vuelve protector, y su corazón, ya no tan "puro" como en aquel poema "terrible", late rápido y alerta ante cualquier daño imprevisto:

corres
como el viento en el atardecer.
Un coche podría atropellarte.

Sentimiento que se repite en otro poema similar, Judit, donde el tono cariñoso es espontáneo y sincero hasta el punto de que a veces nos parece oírlo hablar, muy bajito, casi susurrando:

Las frías estrellas arden en las ramas desnudas.
Y tú, ¿aún sigues meditando?, ¿tienes frío?
Duerme. Yo también duermo solo. ¡Cúbrete bien!
y no estés enfadada conmigo.

Más que una constante, la madre es para József una obsesión perenne. Marcó su infancia con un sello vital que seguiría por todas sus rutas y brotaría de sus versos sin tiempo, como fuertes arterias en todas sus etapas:

Desde hace una semana, en mi mamá
sólo pienso, abstraído, en mi mamá.

Esa abstracción lo mantiene, incluso, pese a su propia fuerza, alejado por momentos de su vida activa y combativa. Pero el poeta siempre vence, se sacude, se acerca, vuelve a sus andadas. Las heridas que el drama materno dejó abiertas en su infancia, en su adolescencia, no podían cerrarse fácilmente. Su madre estaba siempre. Y estuvo con más peso cuando su desaparición física se hizo realidad.

Hice el viaje en el techo de un tren,
echado boca abajo.
En la mochila traje patatas y mijo,
y hasta te conseguí, perseverante, una gallina.
Pero tú ya no estabas en ninguna parte.

Ya no está en ninguna parte la mujer que motivó sus pensamientos, sus meditaciones, su destino histórico. Y por esa ausencia se suceden versos que recuerdan a la madre viva, ausente, muerta, como amiga, como confidente, como compañera, bastón de apoyo y brazo propulsor que le da fuerzas:

y en este país frío de frágiles aldeas
(mi madre nació allí)
(en el poema Aire)

y tú no me curas, madre mía.
(en Llanto tardío)

De boca de mi madre era dulce la comida
(en Junto al Danubio)

La madre, la mujer, la gran dulzura, la trágica angustia, que entrega sin pedir y acepta sin llorar. Pero que muere pronto. Para József, su madre era un ser limpio. Y la añora, la busca, la regaña, la "odia" cuando no hace las cosas como debiera hacerlas... "Las lavanderas mueren pronto" es un grito que rompe sus tímpanos. Y que escucha todavía, mucho tiempo después, cuand otro amor no alcanza a dar el gran alivio que su corazón reclama:

Como un niño que mira a su madre ya muerta,
así quisiera ver una vez más a aquella
bella mujer de antaño
que se pierde en la luz...

La poesía de Attila József se adhiere, en sus inicios, a la gran revolución de la lírica húngara en los modos poéticos que estaban en aquel país de algún modo impregnados del sentimiento revolucionario. Al igual que los demás poetas jóvenes de su tiempo, aunque con rasgos mucho menos personales, también József se dejó cautivar por Baudelaire, Verlaine, Carducci, Whitman. Después conoció la poesía de vanguardia, principalmente los expresionistas alemanes y sus seguidores húngaros, y en alguna manera los constructivistas y los dadaístas. Lo que vio el joven poeta, cuando esbozaba sus intentos de decir, en Endre Ady y Gyula Juhasz, lo descubrió más tarde en el estilo de Villon y Apollinaire. Estos descubrimientos trazarían, definitivamente, un rasgo permenente que sin embargo no lastró su personalidad poética. József es József en su obra mayor, pese a las influencias, por demás inevitables.


Recogió el paisaje musical de su tierra, modeló la canción campesina que aparece en algunas de sus composiciones sueltas de la década del 30, impregnó su poesía de los más fundamentales logros de la cultura nacional. Leyéndolo, se escuchan las canciones y las baladas que el pueblo entonaba para darle a su vida un matiz de alegría. Pero por encima de cualquier rebuscamiento, su poesia es real, porque los trabajadores saltan de sus versos sin ningún esquema deformante. József es un poeta que no pinta su clase con colores que no le corresponden, los problemas del hombre, desde su vivencia, son tratados por él sin disfraces, de ahí el golpe que sacude al lector cuando se enfrenta a su poesía. Poesía que dice lo que hay que decir y lo dice -y esto es cosa difícil- poéticamente.

Más allá de la buena traducción de que se vale este artículo, intuimos una sonoridad que nos toca suavemente. Y que nos va tocando más cuanto más nos acercamos al final de su vida de creador. Porque sucede con este húngaro temperamental lo que sucede con Vallejo: cada nuevo período de creación adquiere, con la perfección formal, la exacta dimensión textual:

En la clara ventana de la dura helada
tamborilea el irritado tiempo.
(...)
A través del azul cielo que fluye
brilla el islote de coral del tiempo,
zumbando: brilla un corazón,
un abedul, una mujer, un mundo muerto.
(...)
Como el humo que vuela por el triste paisaje
condensándose plenamente bajo el cielo de plomo,
flota mi alma
a ras de tierra.

Attila József es la figura más importante de la poesía húngara de las primeras décadas del siglo XX. Por su poesía podemos entrar en contacto con el alma de su pueblo, a través de anécdotas y situaciones manejadas con un fundamental realismo. Su obra es siempre fiel a la realidad que lo rodea y en las tonalidades de sus versos hay una definida absorción de los motivos más característicos (y a veces más minúsculos) del paisaje, del ambiente, de los hombres húngaros. No se apartan de su poesía la esperanza, la confianza, los proyectos. Y no en todos los proyectos estalla la tristeza. No le falta a esa poesía, que madura aceleradamente, un elemento alegre, un brío mágico. Para József la poesía toma la forma de la vida y del mundo reales, de ahí que en ella estén esa vida y ese mundo real y justamente diseñados. Y real y justamente introduce en su lenguaje lírico el lenguaje de los trabajadores. Y lo embellece.


El poeta gana en experiencia y calidad al tiempo que su canto se va haciendo más combativo. La libertad, la lucha, la vida mejor, en las que cree de todo corazón, se expresan en sus poemas como algo que les pertenece:

Yo, buen compadre de los ojos libres,
me atrofio si no tengo libertad.


La libertad es en verdad atrofiante cuando se la conoce sólo de palabra. Por eso, en la carne del poeta tiembla con fuerza el ansia general de libertad que se repite y se transforma en su batalla permanente:


Si asestas el hachazo en el sitio debido
el señorial desierto crujirá
y el hacha gruesa sonreirá.


Este leñador (que ahora no prefiere que su hijo esté en el lago) es el resumen de los trabajadores, y su hacha es el arma que tiene que hacer la justicia, porque la justicia de los trabajadores tienen que fabricarla ellos mismos, como fabrican el pan o los automóviles para el disfrute de quienes pueden permitirse ese lujo. Pero más, cuando viven bajo un régimen que no sólo los explota, sino que además les niega todos los derechos y los avasalla, los tortura y los mata. Aquí no se oculta la insinuación, la arenga, a la batalla abierta. De cómo esos aspectos de la lucha encajan en la obra de József y resaltan, airosos, en sus cumbres más logradas, es obra sólamente del talento. Salvo en algunas excepciones casuales -que podríamos llamar descuidos apurados- no hay en ellos un abandono facilista de la nota por la nota que destaca los puntos políticos sin preocupación alguna por la calidad ni por los valores formales y estéticos. Nuestro húngaro calibraba en su función tremenda esa necesidad que tiene el mensaje político de llegar enmarcado en los más altos ribetes del arte, para que pueda lograr así su efecto.


Pincha incesantemente, pincha, nuestra arma querida,
para que una y mil veces sepamos que por casualidad
sin combatir
no ganaremos la batalla.

Y al final, la revelación de la inutilidad de colocarse al lado de los opresores, cuya única solución será la muerte:


Franco, el general, me enroló, feroz soldado,
en sus filas.
Temí ser fusilado. No era posible huir.
Temí. Luché con él contra la libertad, contra el derecho,
tras los muros de Irún.
Y así también me halló la muerte.


Este Epitafio de un labriego español es también un "poema terrible". Porque esta vez lo "terrible" se vuelve contra el enemigo y contra los incapaces de decidirse por la "dignidad plena del hombre", que como anheló nuestro Martí, son las palabras que deben estar siempre presentes en cualquier documento constitucional de un país que se respete.


Permítanme recordar a Attila József en sus amplias virtudes que lo hicieron inmortal para su pueblo y para todos los pueblos. Esas manchas del sol que Martí relacionara tan certeramente con los mal agradecidos, al menos con József las dejo pasar. Y prefiero recordarlo deambulando por las avenidas de su ciudad grande, junto al río y bajo el cielo nublado, como deambulara siempre en su constante evocación Jiri Wolker por las calles de la Praga vieja. Attila József era así. vivió así, siempre buscando, siempre hurgando en las profundiadesd del sentido de la vida y de la lucha. Y siempre enamorado de la libertad, con la fe inquebrantable que lo hizo producir una poesía que quedará grabada para siempre en los corazones de aquellos que aman la libertad y el arte, y que están convencidos, como yo, que ambos cariños pueden y deben convivir y generar la más alta calidad en la literatura.

Augusto Lázaro

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