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lunes, 30 de abril de 2012

¿NUNCA EL OTRO TIENE LA RAZON?

Usted va en un taxi con otros 3 pasajeros por el centro de la ciudad. Al doblar por una esquina el taxi casi choca con otro taxi que venía a su encuentro. El conductor da un frenazo y evita el accidente. Comienza a maldecir y a insultar al conductor del otro taxi:

 --¡Gilipollas! ¡Idiota! ¡Aprende a conducir, animal!

Tras serenarse un poco, el conductor decide continuar su ruta. Pero lo que usted, el conductor y los otros pasajeros no saben es que en el otro taxi, con 3 pasajeros, el conductor que también dio un frenazo para evitar el choque, también comenzó a maldecir y a insultar al conductor del taxi donde usted va:

--¡Gilipollas! ¡Idiota! ¡Aprende a conducir, animal!

Los pasajeros de ambos vehículos murmuran algo, se miran, callan, y respiran aliviados tras salir del frustrado accidente.

La anécdota parece una tontería, pero no lo es. Los dos conductores de taxis piensan que el conductor del otro taxi es el culpable de haber estado a punto de chocar ambos coches provocando heridas y quizás la muerte de algún pasajero. Y eso sucede en la inmensa mayoría de las personas que pueblan el planeta Tierra: siempre es "el otro" el que tiene la culpa, el que está equivocado, el que no sabe, no entiende, no puede, no quiere. Así somos los seres humanos, unos más que otros, de ahí tantos problemas entre unos y otros. Porque no queremos aceptar que podemos equivocarnos y que no siempre es "el otro" el que está equivocado.

Aceptar estar equivocado, cometer errores, no tener la razón, se ha vuelto algo tan raro que cuando sucede nos quedamos con las bocas abiertas pensando que el “tipo raro” es un extraterrestre. En cualquier discusión puede notarse:

--De eso nada. Tú estás equivocado.

--El que está equivocado eres tú.

--¿Yo? Estás de guasa. Tú eres el que no tiene la razón, tío. Yo tengo la razón

--Mira que eres gilipollas. Tú no tienes ni idea de lo que estamos hablando.

Y así sucesivamente, hasta que a veces la discusión se calienta y puede que llegue a la agresión fisica de uno de los dos contertulios. Y todo ¿por qué? ¡Ah! Por algo que casi no se usa ya, que parece cosa del pasado, olvidada, eliminada de nuestras relaciones con los demás seres humanos. Una palabra, tan hermosa como escasa: ¡tolerancia!

En mi propia experiencia no he tenido mucha suerte: suelo ser por lo general una persona tolerante que acepta opiniones y conceptos de los demás. Tanto es así que tomo como baluarte filosófico las admirables palabras de sir Winston Churchill: “no estoy de acuerdo con lo que dices, pero daría mi vida por defender tu derecho a decirlo”. Sin embargo, he encontrado muchas veces esa intolerancia que tanto daño hace en las relaciones de amistad y compañerismo, llegando en algunas ocasiones a la enemistad, cosa absurda, ridícula y lamentable en este siglo XXI donde la esperanza quizás ingenua de los habitantes de esta pelota rodante era que los hombres fuésemos hermanos y amigos, y aceptáramos que en el mundo no existen dos personas que piensen, sientan, hablen y actúen de la misma forma.

Pero eso es una ilusión que a estas alturas parece todavía demasiado lejana para los habitantes de La Tierra que no hemos comenzado el siglo XXI muy amistosamente, como quien dice.

Augusto Lázaro

miércoles, 25 de abril de 2012

ISMAELILLO: DOS OPINIONES

UNA

 Antes está el prólogo, como búsqueda de un refugio; las primeras palabras a un hijo lejano pero jamás ausente. Y luego la enorme oda a él, al Ismaelillo distante. Martí utiliza todos los recursos posibles dentro de su universo poético para incluir en él al hijo. Las palabras como fiestas, como regalos, como escondites, como formas de mantener vivo el sentimiento profundo de ser su padre. Porque ese hijo habita en sus sueños, en las sombras, en las sensaciones, en los abrazos perdidos o partidos, en el recuerdo constante, 

por las mañanas / mi pequeñuelo / me despertaba / con un gran beso.

 El Ismaelillo como la raíz misma de su poesía, el diablillo travieso / con alas de ángel que le da y le quita poesía. Y también como creador y creado,

 ¡hijo soy de mi hijo!, / él me rehace.

 Salen las voces más internas del poeta para aconsejar, para evitar caer en el equívoco, para rodear de brillo los momentos más crueles. Y el Ismaelillo adopta múltiples matices. Es el salvador.

 Y si en la sombra oculta / búscanme avaras / de mi calma celosas / mis penas varias, / en el umbral oscuro / fiero te alzas / y les cierran el paso / tus alas blancas;

 y es el que necesita ser salvado,

 ¡pudiera yo, hijo mío, / quebrando el arte / universal muriendo / mis años dándote / envejecerte súbito, / la vida ahorrarte. / Mas no, que no verías / en horas graves / entrar el sol al alma / y a los cristales.

 Su hijo se nos hace rey de todas las cosas, hacedor y objeto; es el que talla la piedra y el que recibe los golpes. Martí vuelca en él sus frustraciones, el hondo dolor no sólo de no tenerlo, sino de vivir una vida en la que se le dificulta la lucha, lejos de su tierra; su eterna necesidad de verter sangre bullante. El elemento de la Naturaleza es recurrente, espacio que ampara y desampara. Y así el poeta juega con los contrarios y los reanima en una sola cosa, en un canto largo para un hombre pero para todos los hombres al mismo tiempo. Pule el lenguaje y le da vigor personal, nutre de palabras muy suyas los versos. Rescata lo cotidiano y lo hace forma. Alguna vez se le escuchó decir:

 Mi objeto es desembarazar del lenguaje inútil la poesía: de hacerla duradera, haciéndola sincera, haciéndola vigorosa, haciéndola sobria; no dejando más hojas que las necesarias para hacer brillar la flor. No emplear palabra en los versos que no tenga en sí propia, real e inexcusable importancia. Denunciar el vulgar culto a la rima, y hacer de esta esclava del pensamiento, vía suya, órgano suyo, traje suyo.

 Marina Burana

 DOS

 Cuando nació mi hija lo supe. Cuando pude entrar en aquella habitación tan desempercudida, acercarme a la cama donde mi esposa miraba embelesada aquel pedacito de carne, todo coloradito, moviendo sus manitas sin tino, y mirando fijamente los ojos de su madre, supe que lo que más se quiere en la vida son los hijos. Y aquella tarde permanente en el recuerdo sentí que mi vida no sería la misma en lo adelante: era padre, y ser padre es un cambio demasiado fuerte para que no penetre en las entrañas de quien tiene la dicha de serlo.

 Esa misma sensación quizás sintió José Martí frente a su único hijo, sin pensar que aquella criatura le sacaría del alma las palabras más sentidas y bellas que escribiría en su largo y doloroso exilio, que cristalizaron en una sentencia que perdurará para siempre en la literatura escrita para niños que los adultos leen como suya, conmovidos ante semejante mensaje de amor:

 "Hijo: espantado de todo, me refugio en ti".

 Porque cuando se está realmente al borde del desencanto total, un hijo siempre puede salvar de la nada a su padre (a su madre) con sólo una sonrisa.

 Ondas de luz y flores / trae la mañana, / y tú en las luminosas / ondas cabalgas...

 Martí escribió su más dulce y delicado libro de poemas, Ismaelillo, en 1882, en una situación extremadamente difícil y con un futuro de lucha revolucionaria en favor de la independencia de Cuba frente a la colonia española. Fue un libro, entre otros textos martianos, que colocaron al Apóstol cubano como precursor del movimiento modernista iniciado por Rubén Darío con su libro Azul. En ese libro Martí volcó todo el amor y toda la ternura de que era capaz, en alabanza al hijo único:

 y yo besaba / sus pies pequeños. / ¡Dos pies que caben / en sólo un beso!

 Es el poema Mi caballero, que da paso a otro texto de iguales proporciones en el amor paterno (Sueño despierto), donde su natural sencillez se mezcla con la obsesión del autor en la imagen de su hijo lejano:

 un niño que me llama / flotando siempre veo,

 porque el dolor de la separación y del exilio no hace más que acrecentar el recuerdo y la añoranza de compartir una vida que él sabía imposible de compartir con lo que más quería, junto a su patria, en ese tiempo inevitable e implacable del exilio, que yo he conocido igualmente separado de mis seres más queridos, comprendiendo y admirando la fortaleza de Martí que supo sobreponerse a esa maldita tragedia de una patria que no es libre, junto a un deseo irrealizable de estar, de vivir con su hijo, en una patria libre sin impedimentas absurdas que machacan a cualquier ser humano.

Por eso, en momentos de desgarramiento sentimental, pero a la vez patriótico, dice ese padre tan lejos y tan cerca de su posibilidad para enfrentarse a los avatares de la vida que amenazan corromper voluntades y prostituir actitudes:

 ¿vivir impuro? ¡No vivas, hijo!

 El Ismaelillo fue escrito con el fondo fatal del largo y doloroso exilio, que permitió a Martí volcar en las letras lo que no podía volcar en ninguna otra actividad vital: murió combatiendo en su primer combate bélico, demasiado joven, con una vida por delante repleta de creaciones enaltecedoras de nuestro idioma que hubieran podido ver la luz de no caer en el campo de batalla, inútilmente, pues hay hombres que son útiles en un campo y otros en otros, y el primer escritor cubano no supo comprender su disyuntiva. Se entregó, patriota verdadero al fin, a la causa de su pueblo, por el que había vivido, y por el que murió, dejándonos en su tan corta vida un tesoro de la mejor literatura que se haya escrito en “la perla de las Antillas”.

 Martí también enalteció nuestro idioma, lo llenó de adornos de esplendor y belleza, como había hecho Darío, con un dominio absoluto del lenguaje culto y a la vez accesible, demostrado en este libro dedicado a su retoño que estremece de conmoción a todo el que lo lee. Porque Ismaelillo no sólo es lo mejor que se ha escrito sobre el amor paterno, sino un libro único, excepcional, que nos hace meditar y quizás aceptar que con libros como éste, la vida tiene que ser hermosa, muy hermosa, y nosotros muy tontos si no sabemos disfrutarla.

 Augusto Lázaro

 NOTA: Mi agradecimiento a la escritora argentina Marina Burana por su valiosa colaboración con este blog.

viernes, 20 de abril de 2012

AQUILES TAN ACTUAL


Cuando los enviados especiales de la jerarquía militar de los aqueos visitaron a Aquiles, retirado en su tienda de campaña, tras una disputa con Agamenón y la tristeza que le provocó la muerte de su queridísimo amigo Patroclo a manos de Héctor, desencantado por la ingratitud de los hombres (¡en aquella época!), el héroe de la guerra de Troya les lanzó una parrafada digna de Marco Tulio Cicerón, que si la leemos al compás de nuestro "hermoso" tiempo, nos parece pronunciada por algún desencantado de ahora, contemporáneo, cercano, común y corriente. Vamos, por cualquier vecino, porque las palabras de Aquiles tienen, además del valor y la fuerza de quien las dijo, la inobjetable virtud de la actualidad.

 Pero ¿quién puede asegurar que existió un poeta ciego y viejo que declamaba sus versos de pueblo en pueblo para que alguien (¿existían los taquígrafos?) los recopilara en papel y los hiciera llegar a nosotros, tantos siglos después de esas palabras que si fueron pronunciadas, se las llevó el viento, y lo que ahora podemos leer es simplemente una versión tras otra de dos obras que realmente son excelentes y sobre todo muy aleccionadoras, y que nos esclarecen las dudas, si las teníamos, sobre la similitud de los hombres de todas las épocas: Aquiles no se diferencia de los “héroes” actuales (si todavía los hay) en sus descargos por haber sido ninguneado por sus propios coterráneos.

 La Ilíada y La Odisea no son otra cosa que la manifestación literaria de la fantasía que podemos aceptar y aceptamos porque no queremos desvirtuar el sentido de esas grandes obras que tanto enseñan a quienes quieren aprender de ellas. Pero siempre pisando la tierra: son obras de fantasía, creadas quizás por un poeta que existió o no, y recopiladas, ordenadas, revisadas y muy mejoradas en su estructura por quienes nos las regalan como salidas del “’poeta ciego de Grecia” en su discutible existencia creadora.

 Pero lo que sí es indiscutible es su fabulosa actualidad: Aquiles se queja con razón de que tanto sacrificio es respondido con la ingratitud, que luchar a favor de una causa sólo trae beneficios precisamente a los que se mantienen fuera de esa lucha, y que por mucho amor que se tenga por una parte de la humanidad (en el caso de la obra citada se excluye a los troyanos, por supuesto, como en cualquier ejemplo actual siempre se excluiría a un pueblo o a una zona de nuestro planeta) hay que pensarlo dos veces para entregarse a una lucha en nombre de ese amor, arriesgando la vida para que otros sean los que vivan y disfruten del triunfo, si lo hay, y de sus consecuencias. En las guerras modernas los máximos jefes nunca mueren, y si sus ejércitos son los vencedores, a vivir y a gozar de la victoria sin estropearse los zapatos (o quizás las botas) ni sufrir heridas en sus cuerpos.

 Carlos Alberto Montaner publicó una novela (1898: la trama) en la que plantea su versión (con la que estoy de acuerdo) de que fueron los cubanos quienes volaron el acorazado Maine para “obligar” a Estados Unidos a participar en la guerra de la independencia cubana, en 1898. Glosando la histórica versión compartida, podría escribirse, en referencia a La Ilíada, que fueron los propios griegos quienes asesinaron a Patroclo, y no Héctor, el gran héroe troyano, para –también- “obligar” a Aquiles, parrafada aparte, a entrar otra vez en la contienda que según Homero (¿?) inclinó la victoria a favor de los aqueos, tras diez largos y terribles años de guerra. Todo esto, obvio, según la fantasía tan bien escrita (que no parece oída y apuntada) por ese poeta viejo y ciego que desde aquella Grecia hoy tan olvidada por su situación actual tan lamentable, nos contó el relato de “la cólera de Aquiles” contra los nobles troyanos, y todo nada menos que por una cuestión de faldas. Hasta en eso nos parecemos los seres humanos de hoy: como diría Tagore: “lo que es capaz de lograr una mujer”... Y yo añadiría que “¡todo lo que se proponga!”.

 Augusto Lázaro

 Y ahora tengo el placer de presentarles a una joven escritora que rebasa ya la posibilidad de la “promesa” y se está convirtiendo en una de las más genuinas e importantes voces de la literatura argentina contemporánea. Leamos uno de sus cuentos:

 Dos hombres ciegos

 Habían huido juntos de la ciudad dos días antes. El frenesí del amor les había impuesto sus negligentes pasos. Ahora volvían porque los obstáculos del destino siempre suelen obsequiar los derroteros más intrincados y extraños. La esperó detrás de un árbol con su bastón blanco y sus anteojos negros. Pensó en el hermano al que había traicionado pero trató de borrar las palabras que surgían en su funesta oscuridad. El sol le caía en la frente y sobre su traje; él sólo se enteraba por el calor tórrido y resbaladizo que sentía sobre su pecho. Ella acaso ya habría cruzado el primer pasillo sigilosamente (en el mundo de tinieblas las imágenes se concentran en sonidos). Subiría ya las escaleras y recordaría haberlos dejado sobre la mesa de luz, cerca de la cama que en otro tiempo había hecho de amparo nocturno, pero ya no más, no en esta nueva vida. Los pisos de la pensión siempre habían estado custodiados por la sombra, menos el de su ex amante. Él ahora estaba allí: encorbado con sus ojos perdidos también en la nada, sentado en una silla de madera negra. Ella lo vio y se guardó el aire en sus pulmones. Rápidamente observó toda la habitación. Estaban sobre la mesa de luz, y en pocos segundos calculó un movimiento arriesgado. Él seguía en la labor paciente y eterna de enunciar cosas con ojos muertos. Este otro sol que sobre él caía parecía arrepentirse de darle forma a los objetos que tocaba (aunque él nunca lo supiera). Veloz, repentina como un apagón en medio de la noche (e igual de silenciosa), alcanzó la mesa de luz. No movió sus pies para que la madera no crujiera. Este otro hombre también ciego -que cobraba forma gracias a ese sol raquítico- estaba aún más solo. Ella sabía que estaba pensando en su hermano; ese que la esperaba afuera en las mismas tinieblas. También sabía que sentía la traición doble de la huida, de ese adiós que jamás había sido dicho y, por ende, no tenía materia. De repente, se escuchó la caída de los cristales. Ese instrumento que a él le era inútil. Ella, con locura pasmosa, los observó en el suelo. Levantó los anteojos -o lo que quedaba de ellos- y lo miró a él. Un frío heló su cuerpo: las pupilas del ciego estaban detenidas en las suyas. Eran pupilas fuertes y conscientes. Los lagrimales aguantarían la sal con una pesadez siniestra. No podía ser, pero estaba segura de que la observaba. Por primera vez los veía nítidamente: eran diferentes a los de su hermano. Los segundos pasaban y mirarlo había sido -ahora lo comprendía- su destino. Sus manos empezaron a sudar y no pudo evitar tragar una saliva molesta. Justo cuando iba a hablar (porque ya se sabía todo) algo aterrador desmaterializó sus palabras. El ciego -siempre con sus ojos en los suyos- no se movió de la silla, no habló ni pareció pensar en aquel que estaba esperando bajo un sol que desconocía. Sólo instauró en ese instante un silencio material: marcó un adiós en una cínica sonrisa.

 Marina Burana

domingo, 15 de abril de 2012

LA AUTOPISTA DEL SUR

Afirmó Julio Cortázar en su mejor obra, Rayuela, que "todo lo que se escribe hoy y que vale la pena leer está orientado hacia la nostalgia". Sin embargo, en su cuento La autopista del sur, la nostalgia cede el lugar "de honor" al caos y al temor que provoca un embotellamiento (atasco en España) por supuesto virtual (palabra de moda en cualquier circunstancia, aunque no esté bien situada por su significado) que a veces el lector no sabe si se trata de una ficción imposible de ocurrir o de una realidad que muy bien podría ocurrir cualquier día en este planeta donde cada vez nos acercamos más a convertir el absurdo en lo normal de la existencia de los seres humanos. Y eso es La autopista del sur: lo normal llevado al término del absurdo, o viceversa. ¿Puede suceder ese absurdo? Pues leyendo el cuento yo he terminado por crerme que SI. Desde el primer párrafo, Cortázar muestra el escenario, siguiendo la técnica de Hitchcock que implica que no habrá sorpresas no esperadas con una lógica que no admite equivocaciones. Con una sola pincelada da la característica principal de cada personaje, obviando sus nombres, lo que nunca dice. Todos son conocidos por el automóvil en que viajan, por el título que ostentan como profesionales, por su dedicación o trabajo, pero nunca se conoce cómo se llaman de nombre o de apellido, lo que da cierta originalidad a la narración en tercera persona, aunque la originalidad, desde Homero, es casi imposible de lograr. La mención de varios accidentes propalada por Radio Lengua (la imaginación de los viajeros siempre aparece en momentos de angustia) da al lector un margen de suposición: ¿qué es lo que sucede que provoca tan enorme embotellamiento? El lector, al llegar a este punto, también duda, y piensa que algo mucho más grave de lo que se rumora tiene que haber sucedido, y es aquí cuando aparece por primera y única vez una porción de suspenso, pero en quien lee el relato, no en sus personajes. Y más adelante, además de la característica, Cortázar comienza a dar rasgos de la personalidad de los atascados, manteniendo en ese caos la atmósfera de encierro y desesperación que va creciendo con las horas (y los días) en que se mantienen todos sin poder salir de semejante atolladero ni explicarse por qué les sucede eso. Sigue el curso del cuento y aparecen algunos elementos adyacentes a la pasividad primaria de los viajeros, que intentan medidas que puedan paliar su situación, cuando ven pasar horas y días y no hay solución a la vista. Es ahí cuando toman conciencia de que tienen que hacer algo, no ya para salir del encierro, sino para mantenerse y sobrevivir, porque al final algo tendrá que suceder que los saque de ese absurdo. Y es curioso que a mitad del cuento los atascados ya no se preocupan por salir, sino por mejorar su estancia y mantenerse en buena forma, esperando el final que están seguros llegará. Aunque ya no saben cuándo. Es inevitable acordarse del filme de Luis Buñuel El ángel exterminador, en que se plasma una situación parecida. La unidad formal se mantiene hasta el final y a pesar de la letanía en la misma situación sin variantes notables y en el mismo escenario, en ningún momento el relato resulta cansón ni aburrido: el lector no se agobia y sigue leyendo, quizás por la pericia (como creo yo) del escritor al narrar hechos sencillos y a la vez absurdos, con el dominio del lenguaje conocido de Cortázar, o quizás porque en la narración, sin diálogos marcados ni descripciones detalladas (sólo frases y pinceladas para los personajes que bastan para que los conozcamos y para que veamos que algo hacen, que se mueven, que están vivos en medio de ese caos que no entiende ninguno) hay un interés que penetra, por conocer el fin del embotellamiento y qué sucederá con los embotellados al final. No veo muy claro el por qué Cortázar no sacó partido de las necesidades físicas de los personajes, cuyas acciones en ese aspecto nunca se mencionan, y sólo en un renglón que dice “y se deslizaran hacia los bordes de la autopista para aliviarse” pudiera interpretarse como tal cumplimiento de esas necesidades, aunque a mí no me sirve y creo que no está claro su sentido. Quizás podría eliminarse un poquito, sintetizando aún más acciones y movimientos, pero el autor no suele caer en semejantes errores. Por algo mantuvo su excelente narración como está, sin ponerle ni quitarle, con un final que hace que el lector respire al colocar el libro sobre la mesita de su casa o la mesa de la biblioteca donde leía el cuento. Yo hice lo mismo, también aliviado, la primera vez que lo leí, suspirando por aquellos que han vivido una aventura que pudiera ocurrirnos en la vida real, porque la literatura siempre refleja situaciones, escenarios y hechos que cada día más parecen acercarse a nuestra realidad. Lo dijo Oscar Wilde: “la vida imita mucho más al arte que el arte a la vida”. Y nada más natural que la vida pueda converirse en arte... o viceversa. Augusto Lázaro

lunes, 9 de abril de 2012

DOS MUJERES, UN MAR...

En el gran océano viven dos muchachas, como modernas nereidas que dejan una cabellera de luz y color a su paso por los meridianos que cobijan su diario quehacer: no viven en el mar, sino en la tierra, pero tan junto a las olas azules del Pacífico que casi forman parte del paisaje marino. Una en un país de la América del Sur, otra en una isla del Asia oriental. Las dos están más cercanas la una de la otra que ambas de mí. Me comunico con ellas por ese invento que puede ser genial o diabólico, pero que sirve para no permitir que nuestras vidas se conviertan solamente en recuerdos e imágenes. Internet, he ahí la vía que me trae algo más que recuerdos e imágenes. A pesar de la distancia. Porque la distancia siempre estorba la comunicación material/física entre personas a las que gustaría mucho pasar algunas horas juntos sin necesidad de acudir a “los enormes adelantos de la técnica”, como oí decir a alguien que no había leído el cuento de García Márquez titulado Cuando era feliz e indocumentado.

Dos muchachas, sí, dos tesoros que si fuera creyente diría que el cielo me ha regalado para hacerme algo más agradable la vida, en medio de este caos que terminará con un THE END inevitable si seguimos cargándonos esta pelota que gira sin cesar ajena a su destino decidido por la implacable ambición de los seres humanos. Gucha y Pipi, así las llamo porque así les gusta que las llame. De la primera ya escribí una vez que era la dulce luz del Ecuador, donde detallaba con rasgos certeros sus caracteristicas de mujer insustituible por tantos y tan altos valores que acompañan cualquier descripción exacta que pueda hacerse de ella. Pero olvidé el poema que ahora inserto aquí, escrito a raíz de su anuncio de que partía de regreso a su país de origen, sorprendiéndome, sin poder todavía creerme del todo que es verdad que ya ella no está entre nosotros:

 SIEMPRE LA AUSENCIA

 Y ahora vienes con tu sonrisa tenue a decirme que también tú serás muy pronto una nube envolvente que descargue su llanto en mi capacidad de amar disolviéndose en la trampa fatal del recuerdo. Y estás ahí, ahora tan seria, rozando mi espacio, incrementando la insoportable soledad de ser y de no estar, de no tenerte más como quiero tenerte cerca de mí, de mi entorno, de mi tiempo intrascendente y tan etéreo que no puede (no quiere) adaptarse a lo tangible. Te vas, así de simple, condenándome como a un proscrito huido de su destino histórico a echarte de menos, a echar de menos tu sonrisa refrescante como un copo de nieve aunque llena del calor de la luz que proyectas y que ya siempre se extenderá en el éter de una imagen desvanecida y tierna pero siempre lejos, siempre ausente y a la vez tan presente como este edificio donde tus pasos nunca se desvanecían por el constante quehacer de tu sangre latina que no podía estarse quieta y que no volverá a ser ya más la silueta material en este espacio que sin ti será sombra, bruma, niebla, lamento de la huida irrevocable imposible de obviar... porque tú eres la paz... esa paz que pensé -tonto de mí- que al fin me abrazaría sin ningún temor a que de pronto, como ahora, desapareciera.

De la segunda, nueva amiga que apareció de zopetón, como salida de un arcoíris en la lluvia lejana de un país legendario, también hablé una vez refiriéndome a su blog Ficción Burana, que leí y que leo con gusto, pues la joven argentina radicada en Taiwán vale más que una misa. Mucho más que una misa. A ella no le gusta que la elogien, y me lo dice, más bien me “regaña” cuando me excedo, de forma tan deliciosa que me da gusto que me trate así, mostrándome esa confianza que no puede separarse de una amistad, cuando ésta es sincera, como yo pienso que es nuestra amistad.

 Escribe esta muchacha y escribe muy bien. Y pinta. Y toca el violín. Y me pregunto cuántas cosas más hará, pues una vez le dije que mi día tenía sólo 24 horas, y le pregunté cuántas tenía el suyo. Supongo que lanzaría al aire alguna carcajada. Pero nos escribimos casi diariamente, y aunque no la he visto en persona, ya la conozco (ella dice que no) como si hubiéramos estado juntos, como estuve con Gucha, en esos años que no pueden olvidarse ni con una amnesia provocada, porque una amiga como Pipi se conoce a distancia, se siente en su fuerza de joven mujer llena de ansias, de sueños, de ilusiones que estoy seguro verá convertidas en un feliz entorno, porque no le falta lo que se necesita para lograr cualquier fin: inteligencia, talento, tenacidad, seguridad en sí misma.

 Desde aquí les envío mis cariños. Y les deseo lo mejor para sus vidas, no porque sean mis amigas, que lo son de verdad, al menos por mi parte, sino porque las dos se lo merecen. No voy a decir que son buenas: cuando alguien lo es, sobra la afirmación. Su vida, sus actos, su manera de ser y de actuar, lo testifican... 

Augusto Lázaro

jueves, 5 de abril de 2012

UNOS KILITOS DE MAS

Está callada, pensativa, quizás triste. ¿Triste? ¿Y a santo de quién o de qué? ¡Ah, dolor de la imaginación! La joven dice que le sobran varios kilos. A estas alturas con esa monserga.

--Muchacha, deja eso para la propaganda de la dieta mediterránea, que así como estás no estás nada mal. ¿Será posible?

--Sí, claro, tú lo dices para que me tranquilice. Pues no señor, no voy a tranquilizarme. Sé que me sobran kilos y punto. Y lo peor, que no puedo quitármelos.

Ella permanece, aunque Heráclito manifestó como filósofo que era, que nada permanece. En fin, silencio en la noche, como en el tango de Gardel, aunque es de tarde y todavía el sol calienta a pesar de que todavía estamos en invierno. En eso suena el teléfono. Ella lo toma. Habla.Conversa con alguien al que llama Frank. Después menciona el nombre de Javier y casi se sonríe. A poco dice el de Elías. Y sonríe. Su cara se transforma. Y pienso que es verdad que su sonrisa tiene que ser la más bella de todo Fuenlabrada y ni decir de su rostro que trasmite la apacible tonalidad de la belleza remansada y serena.

--Ah, sí –sigue con el teléfono pegado a la oreja-, entonces quedamos para...

Cuelga tras nueve minutos de cháchara telefónica. La miro y le digo:

--Pues óyeme, si con nueve minutos mencionaste cinco nombres de varón, si estás media hora desfilan por el auricular la mitad de los hombres de tu ciudad.

--No, si esta muchacha tiene más pretendientes que Penélope la de Ulises –dice una residente que participa en la tertulia.

Y hay más opiniones:

--Mira, bonita, mejor quédate así como estás, porque si estando así como tú dices, con unos kilitos de más, tienes tantos detrás, si rebajas no vas a poder salir a la calle.

--Claro, porque vas a paralizar el tránsito.

--Criatura, olvídate de esos kilitos.

--Sigue en el gimnasio si quieres y gástate la pasta, que es tuya, pero oye mi consejo: si rebajas, bien, si no, ya tú sabes: no te van a faltar Medardos o Julianes o Joseluises o Sebastianes... Dios sabe cuántos de esos que tú llamas amigos estarían pavoneándose si pudieran aspirar a un noviezgo contigo, que yo creo que están tururatos por ti todos ellos...

Y así las cosas logramos que al menos sonría, regalándonos el placer de semejante paisaje de unos dientes que emanan resplandor. Entonces ella se queda en silencio, quizás pensando que tenemos razón o quizás no, pero de todos modos es posible que se haya dado cuenta de que sufrir por estar, como decimos los cubanos, “envueltica en carne”, es como cantarle un villancico a un camello en el medio del Gobi.

--Porque óyeme una cosa: como dice el refrán, “para gustos se han hecho los kilitos”, de más o de menos. Y los tuyos, créeme, no están nada despreciables. Ah, y sin otras intenciones, ¿eh?

--Sí señor –dice un residente muy serio, rematando la sesión-: ¿Gorda tú? No, guapa, gorda está Cristina Almanza. Y mira lo feliz que vive la muy...

Augusto Lázaro

Foto: aunque no lo crean, es Megan Fox con “unos kilitos de más”.