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martes, 22 de noviembre de 2011

¡ESTOS APARATOS!

No recuerdo el primer equipo eléctrico que vi en mi casa, siendo niño. Recuerdo que a medida que crecía iba descubriendo nuevos aparatos para mí fascinantes: el refrigerador de donde mi madre sacaba la leche, los refrescos, el agua que nos tomábamos siempre fría... el radio con el que oíamos los partidos de béisbol y algunos programas musicales como el de Barbarito Diez que mi madre jamás se perdía, así como novelas, y mi padre las noticias que además leía por las mañanas en los dos periódicos que traían a casa: EL PAIS y EXCELSIOR, con rotograbados los domingos y muñequitos en colores los fines de semana, con los que yo me deleitaba, disfrutándolos en mi habitación, a veces acostado en la cama, imaginando las aventuras, las acciones, los viajes, las regiones que aparecían, de las que prefería las de nieve, que soñaba con ver algún día, pensando que sería algo con lo que se podía jugar como un juguete más... y si acaso alguna batidora en la cocina para uso exclusivo de mi madre. No había más aparatos, al menos mientras yo cursé la primaria, hasta que cuando llegó la adolescencia aumentó la familia de la electricidad con un ventilador y un televisor en blanco y negro que opacó la emoción de los partidos de béisbol en la radio.

Con los años, que pasan demasiado rápido, en mi casa fue creciendo la familia eléctrica desde que comencé a trabajar, hasta llegar a la electrónica, modernizándonos un poco hasta donde podíamos vía recursos económicos. Hoy, muertos mis padres y yo esperando a la pelona que por ahora me ha dicho que tranquilo, que no me tiene en su lista de pedidos, vivo rodeado de artículos y equipos de distinta presencia y de variado uso: computadora, impresora, televisor, DVD, horno, ventiladores, aire acondicionado, calefacción, reloj fosforescente, afeitadora eléctrica, cámara fotográfica, lámpara de noche (que a veces uso de día), tensiómetro, equipo de música, mandos a distancia, etc.

Y si me detengo a calibrar el valor de cada uno de ellos, el verdadero, que es el valor de uso, me pregunto: ¿qué tiempo tengo para dedicarle a tantos?, si el día sólo tiene 24 horas y de ellas hay que descontar las del sueño, el aseo personal, la alimentación, el trabajo, el transporte, las salidas para las gestiones imprescindibles, la vida social, la lectura en papel, y... ¡casi nada! La respuesta está clara: a algunos de esos aparatos muy poco o ninguno, lo que los convierte, con el tiempo de no-uso, en objetos decorativos o inútiles que ocupan espacio y requieren que de vez en cuando les pasemos cuando menos un paño para limpiar sus superficies.

Cada día nos parecemos menos a Diógenes (el cínico, que suele confundirse con Laercio por personas aparentemente curtidas, por no decir cultas), que no necesitaba para ser feliz más que el aire que respiraba y el sol que lo calentaba y endurecía sus huesos. El mercado y la publicidad han logrado convertirnos en una especie de homo-consumiens que sólo piensa en comprar, en adquirir, en almacenar artículos y equipos a los que atenderá con entusiasmo la primera semana, relegándolos muy pronto a atención secundaria, hasta que al final los coloque en su definitivo sitio, envueltos en polvo y soledad.

Porque un ser humano tiene preferencias y utilidades y sólo dedica una parte de su tiempo a lo que de verdad le interesa o le produce placer o beneficio, como digamos un lector voraz que suele pasar muchas horas leyendo algún libro, un melómano, haciendo lo mismo con la música, o un coleccionista de sellos, a cuya contemplación y engrose dedica buena parte de su día normal. El resto del tiempo, si acaso, minutos casi siempre, a aquel proyector que compró y que no necesitaba, y que muestra a algún amigo que lo visita de pascuas a San Juan como objeto de su escasísima atención, y que engrosa junto a los demás no favoritos o preferidos, el listón de cosas innecesarias en las que ha gastado un dinero que quizás le pese ahora, cuando ya no hay remedio para su mal de consumir sin freno.

No en balde decía mi padre que el que gasta en lo superfluo... carece de lo necesario. Y quizás por haber adquirido el proyector aquel que no nos sirve para nada, ahora estemos lamentando que no tengamos el dinero para comprar el edredón que realmente nos sería muy útil cuando el frío apriete...

Augusto Lázaro

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