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viernes, 11 de noviembre de 2011

EL ULTIMO ENCUENTRO

La cita fue en el Centro de Ocio de Príncipe Pío. Un espacio limpio, fresco, agradable, bonito, al que generalmente acuden personas decentes y muchos jóvenes en busca de artículos variados en sus numerosos comercios, sobre todo de vestir, así como a consumir todo tipo de alimentos en meriendas, almuerzos o cenas. Y a pasar un buen rato. Por eso lo había escogido. Ella me dijo: "eres listo, Augusto, lo escogiste porque sabes que allí no se puede fumar". Porque en ese tiempo ella fumaba, quizás lo único suyo que me desagradaba. Ya hoy ha dejado ese vicio que tan mal olor obliga a soportar a quienes no lo padecemos. Pero ya hoy no nos citamos en ningún lugar...

Antes de llegar al punto donde la esperaba, dentro del Centro, me llamó por el móvil diciéndome que se acercaba, que estaba buscando un lugar donde aparcar su coche, que no me impacientara y esas cosas. Cuando la vi venir hacia mí, con esa figurita aparentemente frágil y liviana (sólo aparentemente), mi sonrisa se abrió a su tan ansiado encuentro. Nos abrazamos y enseguida nos dirigimos a alguna de las cafeterías que abundan en comida rápida, pues yo tenía hambre. Nos sentamos y pedimos, ella 2 cañas que no acompañé, pues no suelo consumir alcohol. Y comenzamos a pasar el tiempo.

Pero yo no me sentía bien del todo, pues era la primera vez en varios días que iba a comer algo fuerte, por una indigestión padecida que me atreví a obviar mientras disfrutaba de su compañía. Quizás por eso el encuentro no fue lo que yo esperaba. Y quizás para ella tampoco. No me porté como acostumbro en este tipo de citas, porque mientras la miraba y me embebía de sus ojos azules como un mar en calma, de pronto me machacó una idea que no pude rechazar, y me dije: “¿qué hago yo aquí con esta muchachita de menos de treinta años, cuando ya estoy en el ciclo final de mi vida?”. Nunca como en ese instante la quise tanto: ella había sido muy generosa conmigo, me había tratado con mucho cariño, acudía al encuentro quizás esperando pasar una tarde como no pasamos, y después el tiempo... Ninguno de los dos podía descifrar el misterio de esa cita que algunos pudieran encontrar ilógica o absurda, aunque a ella parecía no importarle que yo le aventajara en casi 40 años: su aire de sencillez y de nobleza me arrastró a un amor que de entrada no podía fructificar en positivo. Al menos, al regresar a mi casa y pensar mucho en ella, como siempre pensaba mucho en ella, llegué a esa conclusión.

No hubo otros encuentros, aunque continuamos comunicándonos por la magia de Internet y de los móviles, y nunca pude decirle estas cosas que ahora escribo y que quizás ella las lea con ese noble corazón que descubrí desde sus primeras palabras cuando llegó a mi edificio y refrescó el espacio, salvándome de caer en una depresión (ya casi había caído) que nada bueno presagiaba. Ella me ayudó a volver a desear vivir, me llenó de la alegría de vivir que ya había perdido, colmó mi ansiedad de encontrar un amor que, aunque “imposible”, sería el más hermoso que jamás había sentido. ¿Cómo no amar a alguien capaz de convertir la decepción en esperanza? A alguien que, como le escribí en una cuartilla apresurada, era (y siempre será para mí) “la que recoge el sol de los domingos / y nos trae, cada lunes, su calor y su luz / prendidos en el sol de su sonrisa”...

Hoy al fin ya sabes, querida, por qué no respondí a tus quizás aspiraciones de pasar una tarde como tú merecías pasar, y no solamente oyendo tonterías con un viejo hambriento devorando un par de huevos fritos con alitas de pollo y dos vasos de leche, todo eso tan ajeno a lo que tú deberías haber recibido de mí...

Augusto Lázaro

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