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martes, 17 de agosto de 2010

ANIMALES Y HUMANOS

A los 12 años leí Azul, el libro que más me impresionó cuando penetraba en los caminos siempre descubridores de la adolescencia. Con él a cuestas transité esa edad tan difícil, compleja y maravillosa, que sólo cuando se pierde se valora en su justeza real. Junto a Martí, el genio nicaragüense compartió conmigo muchas horas de placer y dolor, pero siempre permaneció irremplazable su lectura, una y otra vez, deleitando mi pequeño mundo que aprendía y conocía lo que ya de adulto llegó a ser (y todavía es) el mayor placer que puedo experimentar: leer (por encima de todos los demás placeres, humanos y divinos, si estos últimos existen).

Escribiré sobre Azul más ampliamente en otra ocasión. Hoy quiero referirme a dos de sus poemas que conmueven y erizan los pelos al pensar cómo en aquel 1888 ya el autor presentía que este mundo nuestro no marchaba nada bien, y para expresarlo, líricamente, con su genio total, escogió el reino animal para traerlo a competir con los seres humanos, en batalla desigual cuya victoria, para el autor (y para mí) habría que concederle a los "irracionales". Veamos los textos:

El primero, titulado Estival, en la sección El año lírico, narra el romance de una pareja de tigres con una descripción tan preciosa que gracias a la pericia de Darío, leyéndolo, nos parece que se trata de dos amantes humanos que se prodigan caricias y viven su felicidad... hasta que llega un cazador (el Príncipe de Gales) y mata a la tigresa, dejando al "macho" desolado, pero con deseos de venganza que no puede ejecutar contra quienes han roto su vida. Al final, el poema sentencia:

Aquel macho que huyó, bravo y zahareño,
a los rayos ardientes
del sol, en su cubil después dormía.
Entonces tuvo un sueño:
que enterraba las garras y los dientes
en vientres sonrosados
y pechos de mujer, y que engullía
por postres delicados
de comidas y cenas,
como tigre goloso entre golosos,
unas cuantas docenas
de niños tiernos, rubios y sabrosos.

El segundo poema, también de la sección El año lírico, marca una diferencia al colocar como representante de la maldad a un animal (en este caso un gavilán) que observa a una paloma cantar al azul desfalleciente, proclamando ante la inmensidad cuán feliz es por poder hacerlo sin que nada ni nadie perturbe su dicha. Pero al terminar su canto, expresado líricamente con una belleza que sorprende, el "gavilán infame" se la mete en el buche, terminando de esta forma drástica la manifestación poética de la promesa alada.

El final no gustó al académico Juan Valera, al que Darío había enviado su libro, manifestándole su complacencia al disfrutar de su lectura, con esa única excepción, y a pesar de su "afrancesamiento" en el lenguaje, el erudito español colma al joven poeta de elogios por haber logrado embellecer el mismo, lo que yo mucho más tarde exclamé en una conferencia sobre el autor de los Cantos de vida y esperanza que jamás había visto tan altamente enaltecida la belleza de nuestro idioma. El final del poema es también una sentencia:

Entonces el buen Dios, allá en su trono,
mientras Satán, para distraer su encono
aplaudía a aquel pájaro zahareño,
se puso a meditar, arrugó el seño,
y pensó, al recordar sus vastos planes
y recorrer sus puntos y sus comas,
que cuando creó palomas
no debía haber creado gavilanes...

Aquí también Darío utiliza la palabra "zahareño" dirigida a la "bestia" que interrumpe el canto del ave en el "inmenso azul", y yo, en la temprana edad del teen, di mi nota versada igualmente sentenciosa de una visión muy poco alentadora del mundo que me ha tocado vivir:

RAZONES DE LA BESTIA

Yo soy el Minotauro que afanosamente
busca una salida hacia su sed de sangre:
he de morder la paz, he de despedazar toda esperanza,
he de comerme las entrañas de la última oportunidad,
cubrir de oscuridad la primavera,
incrustar un candado gigante
en todas las fronteras, desatar los truenos
del Apocalipsis
que frustren peregrinaciones a la tierra prometida.
Porque yo soy el Minotauro y de mi puta madre
Pasifae
heredé sólamente la insidia, y no quiero
decir lo que heredé de Poseidón, mi creador
por carambola,
recocijado en su rencor satánico
con este encierro mío laberíntico e injusto
donde rompen el silencio sólamente los gritos anuales
de las siete doncellas y los siete imberbes
a mí sacrificados
cuando crujen sus huesos al son de mis colmillos
y los arbustos de cada sendero se tiñen de púrpura.
Sí, yo soy el Minotauro, el engendro asqueroso y asqueado
del aire exterior enrarecido
por los depredadores del siglo terrible
en este planeta condenado por la furia mesiánica
milagrosamente rotando todavía, escapado
de tanta barbarie enfrascada en la insana intención
de destruirlo
aun antes de que las campanas proclamen el inicio
de la última cruzada
a principios del milenio que comienza.
Yo soy el monstruo asqueroso y asqueado
de esa máscara aglutinadora
de sonrisas hipócritas y crímenes perversos
conocida como ser humano rey del planeta Tierra
condenado a disolverse en un gran éxodo
de sentimientos solidarios
cuando el lobo motivado busque el último refugio
en el infierno (allí estará seguro)
y la promesa alada de Rubén Darío haya caído
exánime sobre la nieve sin cantar al azul desfalleciente
mientras los tigres de Bengala desfallezcan
ametrallados por las crueles ráfagas
de eso que dicen que se llama humano.
Yo soy el Minotauro que agoniza
maldiciendo a Minos tras su encuentro
con el mítico Teseo,
pero la agonía alimenta mi rabia
y antes de exhalar el último bufido
haré real aquel sueño del macho que huyó
bravo y zahareño:
enterraré mis garras y mis dientes
en vientres sonrosados y pechos de mujer
y engulliré docenas
de niños tiernos, rubios y sabrosos...
porque ¡yo soy el Minotauro!,
el menos salvaje de los bípedos parlantes
que pueblan la Tierra...

Augusto Lázaro

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