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viernes, 27 de enero de 2012

LOS RECUERDOS Y LA MUSICA

Los recuerdos no son privativos de los domingos (de eso he hablado en antiguas entradas), pero sucede que los domingos, en las personas que como yo se quedan en sus casas, y sobre todo, en las personas que viven solas y se quedan en sus casas, los recuerdos se pegan a sus cuerpos (porque creo que se sienten en todo el cuerpo) como hiedra a pared, y entonces aparece esa agridulce sensación de (¿bien?)estar que es la nostalgia. Y la nostalgia, no sé por qué, la relaciono siempre con la música.

Mi relación con la música parte de mi temprana niñez: al lado de mi casa paterna, con un callejón de tierra de por medio, vivía un pintor llamado Crespo Manzano (hablo de la ciudad de Pinar del Río, donde nací) que todas las mañanas me despertaba con unos sonidos para mí muy extraños, que se prolongaban hasta casi el mediodía. Un día lo vi: tocado con una boina gallega y pipa en boca, con lo que después supe que era un "chivito" (unos pelos dejados crecer en el mentón) se ponía a... pintar, con brocha fina, y como fondo de su "inspiración" aquella música que me embrujó. Hasta que, niño curioso al fin, atravesé el callejón y observé embelesado a aquel extraño personaje, pero a la vez mis oídos se embelesaron más, y desde aquella mañana comencé a interesarme por lo que más tarde conocí como "música clásica", cuyo título no me convence, pues suelo llamarla "música eterna", que nunca pasa de moda. Pienso que este nombre le hace justicia.

Ya de adulto supe que la música siempre acompaña los recuerdos cuando se oye en una circunstancia agradable, y de ese modo queda grabada en la memoria para repetirla mentalmente durante toda la vida. De muchísimos ejemplos, tomo sólo tres que corroboran esta afirmación:

El grupo musical del llamado heavy rock, Los Scorpions, hace demasiado ruido en sus interpretaciones, pero tiene 5 baladas (five gold ballads) que cargan la virtud de llegarnos suavemente, como un remanso de paz convertido en melodía sin ninguna nota exagerada. La primera vez que oí Still loving you me encontraba en un lugar y disfrutando de una situación muy especiales, y esa balada se metió dentro, no sólo de mis oídos, sino de todo mi cuerpo, quedándose como recuerdo definitivo, y cada vez que la oigo me remonto a aquel sitio tan bello y a aquella situación que nunca más se repitió. Pero que me dejó su recuerdo, que ese nunca se pierde.

La Pavana para una infanta difunta, de Maurice Ravel (Ciboure 1875-París 1937) es una pieza de formato A-B-A-C-A, delicadamente orquestada, que mueve a la melancolía, pues cuando se oye no se puede acudir a nada alegre, y sin embargo, la pieza es tremendamente hermosa en su elevado rango de ensoñación melancólica.

Pero la tristeza me aparece al escuchar la obertura de Parsifal, que oía con mi esposa allá en Santiago, hace algunas décadas, envueltos ambos en la magia de quien fuera yerno nada menos que de Franz Liszt, y cuya fuerza emotiva siempre se corresponde con la obra del genio. Mi esposa me dijo una tarde al escuchar la ópera completa: “cuando se ha oído a Wagner, hasta La Traviata parece obra de aficionados”. Quizás exagerara, pero la música de Richard Wagner (Leipzig 1813-Venecia 1883) mantiene en atención a los oyentes que gustan del arte con mayúsculas, y al menos yo nunca me he sentido defraudado con sus composiciones, que de vez en cuando disfruto, aunque sólo de oídas, en la soledad de mi espacio sonoro. Esa obertura es una manifestación de la tristeza elevada a la categoría de música perfecta, si es que hay algo perfecto. Llega, conmueve, y pone al alma meditabunda y cabizbaja, imaginándose una tragedia que quizás sólo se haya anidado en nuestro recuerdo al pasar años y perdurar sin mermar la emoción que causó en su primera audición.

Esos son los recuerdos. La nostalgia, la melancolía, la tristeza, que tienen más fuerza que los mensajeros de la alegría, que por supuesto forma parte de nuestra vida diaria, pero que conviven con ese sentimiento que algunos llaman negativo y que me atrevo a decir que sin él (la nostalgia, la melancolía, la tristeza) la vida sería no sólo aburrida, sino insoportable.

Augusto Lázaro

viernes, 20 de enero de 2012

PINCELADAS DE INVIERNO

Amanece Madrid con frío, lluvia y viento. El frío obliga a las muchachas a no mostrar sus "encantos", por lo que muchas prefieren el verano caluroso, lo cual es natural en las jóvenes, pues a esa edad algunas se deciden a ponerse encima una cantidad de ropa que cabe en una caja de zapatos. La lluvia no parece molestar tanto a nadie, pues algunos con paraguas, otros con gorras o capuchas, y unos pocos sin otra cosa que su cuero cabelludo resistiendo la arremetida acuática, salen a la calle y no se quedan contemplando desde sus ventanas cómo cae el aguacero, guarecidos en su espacio personal e íntimo. El viento, sin embargo, molesta a casi todo el mundo. Y yo me sigo preguntando, aunque me han dado muchas explicaciones al respecto, ¿por qué en Madrid sopla con tanta fuerza y semejante persistencia?, si esta urbe no está en una montaña ni junto al Mediterráneo añadiendo múltiples páginas a la historia de ese mar tan protagonista de tantos hechos dignos de ser colocados en negro sobre blanco... o ahora en ese aparatico que hace furor y que puede almacenar cientos de Quijotes en menos de unos diez centímetros cuadrados.

En la Puerta del Sol se reúnen esos disfrazados que por ocurrentes se ganan la vida permaneciendo inmóviles, unos con ropas que reflejan alguna edad remota (hay un pirata del Caribe entre ellos), otros con los animalitos del genio Walt Disney, animando a los pequeños que se les acercan quizás pensando en su inocencia que son reales esos presonajes creados por el gran fabulador infantil, y los hay que parecen estatuas y no se les ve ni pestañear. Me llama la atención una pareja de verde completo, uno sobre una maleta en equilibrio por el peso del que está sentado y el otro por estar de pie sobre un promontorio sin que se le mueva ni el poco pelo que parece tener, a pesar del ventarrón madrileño de casi siempre. Estos dos señores no sé realmente lo que quieren trasmitir, pero los viandantes se les acercan, algunos toman fotos o graban la pareja estática, y siempre les echan sus moneditas que al rayar la noche seguro pasan de muchos euros. Yo, que no soy amigo a dar limosnas a nadie, les tomé una foto y les eché medio euro. La foto se las muestro en la cabeza de esta entrada.

Y como colofón de esta reseña capitalina, observo a la gente que merodea (esa es la palabra más exacta) por los alrededores, pie en asfalto, ya que dentro del transporte público hay otra historia que contar y que algún día contaré. Una pareja de jóvenes se apoya en la pared de una esquina, ambos bien abrigaditos, ella con la cabeza baja, oyendo lo que él le dice, más con las manos que con la boca, parece una discusión de enamorados con poca participación femenina, que seguramente terminará en arrumacos con besos y caricias tras la imperdible reconciliación. La parejita, y que conste que el diminutivo va con cariño y nada más, sigue en su parrafada masculina, hasta que la muchacha levanta su rostro y le dispara una riposta que termina en un abrazo apretado, mientras un curioso, sin que ellos se enteren, les lanza un flash con su minúscula cámara, quizás para tener el recuerdo de que el amor es, lo mismo en los ancianos que en los jóvenes, una estampa hermosa que puede vivirse a cualquier hora, en cualquier parte, y sobre todo, a cualquier edad.

Lo demás es la ciudad que palpita, que se mantiene activa, en movimiento, sin descanso, con infinidad de nacionalidades que aquí jamás se ven rechazadas por su condición de extranjeros... al menos, en eso que llamamos la inmensa mayoría.

Augusto Lázaro

domingo, 15 de enero de 2012

LA TERCERA JUVENTUD

A doña María, por ser un cielo de mujer

Esta mañana, al pasar por un emplazamiento de mesitas y sillas, convertido con tales objetos en una especie de restaurán al aire libre, he visto a una pareja de ancianos, ella y él muy abrigados, junto a la baranda desde la que se ve una porción pequeña de Madrid, conversando, muy animados, sin hacer otra cosa, pues no había a la vista cámara fotográfica ni de vídeo ni anteojos ni platos con alimentos que pudieran distraer su presencia en semejante sitio, donde a pesar del frío de un invierno no muy normal por las temperaturas inusitadas, había unas diez personas saboreando meriendas o degustando vinos y licores quizás para calentarse por dentro.
Pero los ancianitos conversaban. Conversaban sin parar, y de vez en cuando uno de ellos acariciaba la cabeza del otro, siempre hablando y gestionando, como si estuvieran disertando a dos voces alguna conferencia universitaria.

Enseguida pensé en la novela de García Márquez El amor en los tiempos del cólera, que tanto anima a ejercer ese bello sentimiento que no sabe de edades ni de horas ni de razas ni de ideologías ni de culturas ni de sociedades, y que logra lo que quizás ningún medicamento: renacer el deseo de vivir de quien lo siente, aunque esté rebasando la tercera edad, como en este caso de esos ancianitos a quienes el mundo importaba un pimiento y se entregaban a expresarse lo mucho que se amaban quizás en los albores de una muerte no anunciada aunque próxima. Porque el amor puede tanto que es capaz de hacer que un ser humano se olvide de la muerte.

Toneladas de impresos se distribuyen entre las personas llamadas “mayores” en los que, en forma de revistas, folletos o simples plegables, se muestran diversas maneras de afrontar esa edad a la que no todos, lamentablemente, llegarán. Y es cierto, a pesar de la exageración en cuanto a las bondades que ofrece esa última etapa de la vida que comienza después de los sesenta, que con esa “tercera edad” no termina la vida, como creen muchos. Pero por encima de ejercicios, juegos, asistencia a actividades en los centros de día y de mayores, vínculos sociales y servicios de ocio y entretenimiento que pueden brindarse a esas personas, está lo principal, que no siempre se muestra en las revistas especializadas para tales fines, y lo principal, a mi modo de ver, es el amor. Porque no hay tarea ni ocio ni enseñanza ni estudio que pueda superar el sentimiento que une a las personas, y que no tiene en cuenta ni primera ni segunda ni tercera edad. Y ese ejemplo de los ancianitos de la baranda lo demuestra.

Y es tanta la fuerza del amor que es capaz de obviar los achaques propios de esa edad, las molestias, incluso las enfermedades que suelen padecer quienes llegan a sus últimos años tocados por la magia del mejor sentimiento que puede sentir cualquier ser humano. Porque como se dice, muchas veces sin creerlo ni sentirlo, y a pesar de que sea considerado un lugar común más, “el amor no tiene edades”, y no las tiene, porque el amor sólo entiende de lo que una persona es capaz de sentir por otra que lo lleva hasta el punto de ofrecer su vida, gustosa, por esa otra persona a la que ama, sin pensarlo dos veces.

Augusto Lázaro

miércoles, 11 de enero de 2012

LA SOLEDAD DE TODOS

He leído muchas veces que el de escritor es "el oficio más solitario del mundo", y quienes opinan así no son precisamente ignorantes de lo que significa vivir casi permanentemente metido en un espacio donde apenas hay muebles y otros aditamentos para realizar esa labor, ingrata de por sí, de sentarse (o pararse, porque no sólo Hemingway escribía de pie) a poner en un papel (ahora más bien en la pantalla de un ordenador ) lo que se le ocurra, o salga de la mente generado por vivencias externas, o aparezca de improviso por gracia de esa "inspiración" que alguien dijo que "cuando aparezca, que me coja trabajando". Pero no creo que ser escritor lleve implícita la condena a vivir aislado del mundanal, pues es ese mundanal quien genera en la mente del creador lo que sus dedos teclean en ese espacio donde vive y revive su solitaria existencia.

Es cierto que un escritor debe pasar muchas horas de su vida encerrado en ese espacio tan propicio para la creación: no se concibe a un escritor creando su obra maestra en un desfile por el primero de mayo, por ejemplo. Pero también lo es que ningún escritor puede vivir de forma permanente como si fuera un macao (ermitaño en ambos sentidos, o sea: un asceta que vive en soledad, o un decápodo marino de abdomen blando y grande que se protege alojándose en la concha vacía de algún molusco, según el PEQUEÑO LAROUSSE ILUSTRADO), pues si así lo hiciera sólo podría escribir sobre sus vivencias anteriores a esa decisión de encuevarse y renunciar al sol en su piel y a la gente en sus contactos.

Por muy acérrimo enemigo del género humano que una persona sea, no puede vivir totalmente aislado de la humanidad, que aunque muchos tengan una pobre opinión sobre ella (como la escritora Ana María Matute) ostenta todavía muchísimos valores que se muestran diariamente en acciones solidarias y en sacrificios de unos por otros sin esperar ninguna recompensa. De esa humanidad ese escritor toma los argumentos para sus narraciones, y sólo teniendo contacto con ella podrá realizar una obra valiosa que muestre las vivencias ajenas que no les son dadas si no vive dentro de lo que conocemos por el género humano. Una cosa es estar solo creando una obra literaria (o de cualquier otro género) y otra es renunciar a la vida exterior, esa que a veces detiene su teclado para asomarse a la ventana y ver pasar la gente que va y viene sin darse cuenta de que está escribiendo sobre esa gente que pasa frente a sus ojos ignorándolo, pero imprescindible para llevar a buen puerto su imaginación enriquecida con el contacto humano.

Sobre la soledad se ha escrito quizás demasiado. Sobre la soledad del escritor (como la del corrdor de fondo) también. Y con la soledad sucede como con los anhelos que el ser humano alimenta para seguir viviendo y no suicidarse: el ser humano siempre desea lo que no tiene, y cuando obtiene eso que no tenía, comienza a desear otra cosa, y creo que mientras más difícil e incluso inalcanzable sea su anhelo, más fuerzas le dará para luchar por él y continuar siendo un vecino de la superficie terrestre. Porque no son los escritores los dueños y señores de la soledad: hay muchos que no dedicándose al oficio de “escribidor”, buscan en la soledad un consuelo a su falta de química con la raza humana. Lo que a veces ayuda, pero otras veces hace caer sobre la espalda de quien la padece sin desearla, un bloque de cemento que lo aplasta totalmente...

Augusto Lázaro

viernes, 6 de enero de 2012

SIEMPRE LA POESÌA

Me escribe una lectora desde México con elogios muy generosos a este blog, al que dice encontró por la vía poética. En sus palabras noto cierta nostalgia por los poemas que solían aparecer en algunas entradas y que hace ya algún tiempo no aparecen. No es que me haya aburrido de escribir sobre ese género literario, quizás sea que la vida me trae cada día asuntos y problemas que me inclinan a tratarlos como más inmediatos y es cierto que he abandonado la poesía que pienso que es un material que no tiene vencimiento. Pero hoy, amiga, para ti y para tu México lindo y querido, van estos dos poemas no publicados en el blog, escritos hace algún tiempo, ambos con ese hálito de recuerdo, un poco melancólico el primero, animado por un amor que se desentiende de las ataduras el segundo, con la esperanza, siempre insegura, de que te gusten o al menos de que puedas leerlos con la seguridad de que sigo escribiéndolos, aunque te aclaro que no me considero poeta, sino un narrador que de vez en cuando, cuando la nostalgia cortazariana lo abraza, da rienda suelta a eso que se llama no tan falsamente "inspiración" y de ella sale algo como lo que ahora vas a leer:


COMO LA LLUVIA QUE REFRESCA Y CALMA...



Ya yo estaba cansado de ser piedra,

vaga idea, ausencia, erial.

Ya yo estaba al borde de buscar la nada

como única puerta de escape

a tanto desamparo.

Ya yo estaba convencido del encuentro imposible...

y apareciste tú, sin previo aviso,

como la lluvia que refresca y calma,

aquella tarde de ningún presagio que no fuera

mi rutina lúcida.

Apareciste tú y en esos ojos tan de todos

a quienes regalas el placer de contemplarlos

vi un amanecer lleno de copos

de la nieve eventual, tan blanca como hermosa,

y golpeaste mi tiempo rescatándolo

de toda abulia posible y absurda.

Y a partir de entonces

cuando me amenaza la congoja del atardecer

me acuerdo de tus ojos que destilan amor y ternura

y de tu sonrisa que se abre ante el mundo

como una alfombra persa...

y me pregunto, ¡ay!, cómo pude vivir hasta hoy

sin conocerte...



MARNIA MIA MIENTRAS VIVAS



Marnia mía que estás en la tierra

sin promesas etéreas de una vida mejor

más allá de la muerte:

santificado sea tu amadísimo nombre

que pulsa las cuerdas de todas

las guitarras,

venga a mí tu reino de amor y de placer

y lléneme del néctar

que fluye de tus pechos

que amamantarían a todos los cabritos

del valle de Saba.

El pan dulce de tu lengua

-exquisita como la jalea real-

dámelo hoy, mañana y siempre,

y perdona mis apremios

como yo he perdonado tus temores

y no me dejes caer en la tentación

de serte infiel

(que sería serme infiel a mí mismo),

mas, líbrame de todo pensamiento

que me aparte de tu bienhechora presencia,

y sobre todo, amémosnos,

¡amémosnos hasta la vida eterna!



Augusto Lázaro

domingo, 1 de enero de 2012

¿LA CAJA TONTA?

Ya hablé una vez en este blog del encomiable trabajo realizado por el ilustre sociólogo don Macareno de la Palma Real, durante diez largos y fructíferos años, en la investigación exhaustiva y profunda del por qué la sociedad contemporánea se está volviendo cada día más cretina. Pero el tema tiene tela y repasando anoche algunos fragmentos de un estudio de Albert Einstein, encontré su sentencia tan poco conocida como exacta: "en la vida sólo hay dos cosas infinitas: el universo, y la estupidez humana... y a veces dudo de la primera". Lástima que el genio alemán no hubiera conocido a nuestro ejemplar estudioso palmero, porque don Macareno, sin dudas, da en el clavo cuando afirma su postulado. Sí, nuestra sociedad contemporánea cada día se vuelve más cretina. ¿Por qué?, me pregunto, y como siempre sucede, mi amigo Juan Maguey me da la respuesta:

--Hombre, porque últimamente la mayoría de las personas adultas dedica la cuarta parte de cada día a sentarse a ver la tele. Y, como debes saber, la tele embrutece.

--¿Y crees que sólamente la televisión tiene la culpa de ese embrutecimiento colectivo?

--No, pero si se suprimiera ese medio, los cretinos mermarían considerablemente.

Y Juan me cuenta que una noche se dedicó a disfutar del placer de consumir programas de los llamados participativos, y me dio como un solo ejemplo (después de oírlo no hacía falta más) uno de ellos en que un grupo de famosetes se dedicaba a pararse uno frente a otro y hacer murumacas, muecas y gestos, para que el otro adivinara qué quería decir o qué representaban esas murumacas, esas muecas y esos gestos... “un mendigo”, decía uno, “alguien abriendo un paraguas”, exclamaba otro, “el granjero ordeñando una vaca”, exponía un tercero, y así siucesivamente, hasta que al final, si ningún famosete adivinaba qué cosa era la figura “actuada” por el famosete escogido, el presentador del programa daba la solución: “señores, esto es un muchacho agachándose para coger un disco que se le ha caído”... y las risas y los aplausos del público asistente colmaban la “expectación” que reinó en el plató durante la prueba de habilidad entre los famosetes participantes.

--Y no te cuento, porque seguro que lo sabes –me dijo Juan al despedirse- de aquel día en que se celebraba el partido de fútbol entre el Real Madrid y el Barcelona, que una emisora de radio dedicó todo el día a comentar, hablar, analizar, avanzar, ese partido. ¡Todo el día! Con comentaristas, jugadores, periodistas deportivos, entrevistadores, agregados, público, seguidores de los clubes, etc. ¿Te imaginas? Toda la demás programación suspendida en función del gran partido...

Después de esos dos ejemplos, prefiero no seguir, pensando que Juan me tomó el pelo, como siempre lo hace, porque... no puedo creer que esta gran humanidad se esté volviendo cada día más cretina por culpa de... digamos, de la televisión. Y de otras yerbas, como la señalada por mi querido amigo...

Augusto Lázaro