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lunes, 25 de abril de 2011

DE VECINOS Y SUS COSAS

Matías camina apoyándose en un bastón. No usa gafas y en sus ojos resplandece una especie de juventud que se niega a abandonarlo, al menos en su mirada llena de vitalidad. Diariamente sale del edificio y se dirige a la cafetería del Centro de Mayores, se toma un café con leche y se sienta a echar una partida de dominó con sus amigos. Y así se le va la mañana, entretenido sin pensar en que la muerte puede sorprenderlo en el momento en que menos la recuerde. Porque Matías es un hombre lleno de vida, a pesar de lo estropeado que dice que está. Por la tarde repite su itinerario y sus acciones. Y así se le va el día, porque cuando se da cuenta ya está oscuro, y entonces Matías se recoge en su casa a ver la tele o quizás a leer el periódico para enterarse de que el mundo sigue en estado fatal, sin ningún cambio positivo...

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En el patio de la basílica de San Francisco El Grande viven 32 gatos. Nada menos que 32 gatos. En ese espacio, amplio para ellos, realizan todas las acciones que suelen realizar los gatos: duermen, comen, defecan, juegan, descansan, corren, se refugian del agua, del frío, de la nieve cuando cae, de todo. Todas las tardes Isabel se acerca al muro con abundante comida para ellos, y los gatos, esos animalitos tan ariscos que huyen cuando algún humano se les aproxima, se acercan a ella sin ningún temor, porque la conocen y saben que ha llegado su alimento. Y todos comen, se llenan, se retiran, y a dormir hasta mañana. Isabel disfruta con esa acción diaria que se ha autootorgado por el simple placer de sentir cómo esos gatos se le acercan con cariño, se restregan contra sus piernas, maúllan muy bajito, como agradeciéndole lo que hace por ellos, y nada más. Hay otra señora que a veces entra en el patio y además de comida les limpia sus casitas rústicas para que se guarezcan de los elementos, pero enseguida se va, no como Isabel que se queda un largo rato mirándolos y sonriéndose, satisfecha de haber hecho una buena acción. Una mañana me la encontré en el autobús y hablando del asunto me dijo: "yo quiero a esos gatos más que a muchas personas que conozco, porque son más humanos"... Ante esa afirmación me quedé meditando cuánta razón tenía Isabel. Porque hay muchos humanos que no pueden compararse con los animales: pierden por puntos, por muchísimos puntos...

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Avelino es un señor circunspecto, tranquilo, apacible. No le gusta la bulla. Pero le gusta la música, y dentro de la música, esa que llega suave a los oídos, como invitando a adormecerse lentamente alcanzando un estado de bienestar perfecto. Y todas las mañanas, antes de salir a la calle a dar su acostumbrada vuelta, Avelino pone su equipo con esa música que puede ser de Mozart o de María Dolores Pradera. Fue Avelino quien me dijo un día, conversando al respecto, que la música le hace mucho bien al hombre, "lo enseña a ser mejor persona", y quizás tenga razón, y quizás por eso mismo sea Avelino tan buena persona. A pesar de sus 75 años, se mantiene en forma, camina con paso rápido, no parece tener serios problemas de salud, y es un gran conversador. Con él siempre se aprende algo, porque de cualquier ser humano se puede aprender algo, pero de esos seres como Avelino se puede aprender mucho. Díganmelo a mí, que desde ese día de la conversación citada, cuando me pongo a oír la música que me gusta, me siento como si me hubiera vuelto mejor persona. Gracias a la música, y gracias a Avelino...

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La dama del bastón es Damiana, y cuidado con ella,porque cuando se le suelta la lengua no se salva ni la llamada familia real. Del bastón, porque Damiana está ya un poco magullada y necesita ese apoyo para caminar. Y hay que verla cuando sale al pasillo y se dirige a la cafetería del Centro de Mayores a dejar que el tiempo corra, sin prisa y sin pausa: para recorrer esa distancia, de unos 300 metros a vista de pájaro, Damina se tarda unos 15 minutos. Ella dice que es que no puede ir más aprisa, pero algunos (entre ellos yo) piensan que es porque se entretiene mirando al patio de la basílica, a los gatos o a la gente que mira a los gatos, y así Damiana pasa sus horas hasta que retorna por el mismo camino y a la misma velocidad. Cuando está de mala uva (que es muy a menudo), las asistentas geriátricas del edificio pagan las culpas que no tienen, porque empuña su bastón como si fuera un AK, y les dice hasta lo que no se imaginaban ellas que podía decirles alguien. Pero como en la viña del Señor hay de todo, Damina se ha convertido en un personaje pintoresco, sin el cual nuestra vida sería menos... digamos atractiva. Ojalá que no nos falte, porque en definitvas la queremos, aunque sea un poquito...

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Cuando llegó al edificio, algunas de las damas mayorcitas que no tenían pareja se "debatieron" por conquistarlo, porque Conrado tenía buen porte, era elegante, y, según rumores que enseguida se corrieron, estaba "sin compañera". Una de las más audaces logró al fin atraparlo, y ahí están los dos, como tórtolos, mostrando su relación sin ningún tipo de prejuicios ni complejos. Pero Conrado, además de ser un galán para muchas en el edificio, es un hombre de acción y de trabajo: se dedica, voluntariamente, a atender varios canteros que contienen flores y hortalizas, y han salido de ellos tomates y otras verdurillas que pueden saborearse sin ningún cuidado de que no estén listos para su consumo. Todos los días Conrado coge la manguera y a regar se ha dicho, con su inseparable cigarrillo pegado a los labios, y de aquí para allá, de allá para aquí, y así pasa sus ratos de ocio, ocupado en una labor que además de dar estética al entorno sirve para deleitar a cuantos pasan por allí, o a los mismos vecinos que se paran siempre a observar qué de nuevo ha logrado Conrado en sus canteros. Hombre activo, sin dudas. Y muy buena persona, que es lo más impotante...

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Mi amiga M. E. (no le gusta que publique su nombre) nunca se queja: trabaja como asistente geriátrica en un centro donde sólo tiene que... ¡sonreír! Así como suena. Porque es lo único que hace, además de atender -sonriendo siempre- a quienes necesitan alguna ayuda o alguna orientación oportuna en dicho centro. Pero M. E. pasa sus 8 horas de trabajo sonriéndole a cuanta persona le pasa por el lado. Y nunca se queja. Yo nunca la he visto de mal humor, y siempre, a cualquier hora y en cualquier circunstancia, su boca abierta, sus dientes al aire, y una sonrisa que parece incrustada en su rostro por obra de un escultor figurativo. Por eso no se queja, pero porque además, es una chica con suerte: no paga hipoteca, no sufre el transporte, pues vive cerca del trabajo y va y viene a pie o caminando, como dice, siempre con un chiste a flor de comisuras acompañando a su sonrisa esplendorosa, no tiene problemas sentimentales (felizmente casada y con una encantadora y talentosa hija), y en fin, que le gusta su trabajo. ¿Cómo no le va a gustar si lo único que le exigen es lo que no habría que exigírsele: que sonría, que le haga la vida agradable a cuantos tiene que atender. Y, sin dudas, M. E. sabe hacerle la vida agradable a quienes tienen la suerte de poder verla y conversar con ella -y disfrutar de su sonrisa que llega hasta sus ojos- diariamente. Ojalá que pudiéramos contar con muchas M. E. en nuestro diario bregar con las personas con las que tenemos que compartir el saludo o las conversaciones inevitables de momento. La vida sería mucho más llevadera...

Augusto Lázaro

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