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jueves, 28 de junio de 2012

LA NIÑA QUE FUE AMOR


Usar su verdadero nombre al final, en el desenlace inesperado del relato, me hace pensar que quizás Carlos Fuentes escribió La muñeca reina recordando una experiencia personal con la nostalgia de un asombro que vibró en sus entrañas dejando huellas muy difíciles de borrar. Porque este relato no sólo es poético al principio y al final terrible: cuestiona el triunfo del amor cuando el amor no se ha empañado con la sucia realidad de un desencanto capaz de conmover hasta el delirio. De ahí la duda: ¿es que el amor no sirve para algo más que para recordar, cuando la vida nos lo arrebata y lo convierte en una farsa capaz de desear la amnesia, o de sólo perpetuar el tiempo en que ese amor lo convertía todo en algo bello y perdurable?
Amilamia: imagen que se desvanece, en las improbables posibilidades del recuerdo...
De entre los libros surge su recuerdo y aparece su nombre. Otra vez el relato se afianza en un banco de un parque (escena remarcada en la literatura y consagrada al amor en el cuento El amorcito de Carlvert Casey): un adolescente de 14 años y una niña de 7, y una descripción de esa niña de nombre melodioso con ese adolescente, en una pincelada inocente y sensual que favorece la espera de algo que no sucederá, aunque el lector desea que suceda, sin ser por eso de mente pervertida, pues todo el relato es una lámina del amor sin manchas que invita a imaginarse lo más puro, y que no logra su cristalización más lógica.
Pero el autor insiste en regresar a los recuerdos y materializarlos cometiendo una imprudencia que lo llevará al desenlace inesperado que lo sobrecoge, como también sobrecoge a quien lo lee. Lo que ha sido su vida después del encuentro con la niña mágica que llevaba el delantal lleno de pétalos blancos (bellísima imagen desleída en un tiempo que convierte esos pétalos en una visión de inobviable atractivo) se vuelve de pronto como realidad insoslayable al tocar a la puerta de la casa donde vive o vivió Amilamia, la Amilamia que él conoció de niña, y que ahora tendrá una edad adulta que le depara la única sorpresa que él jamás pudo imaginar.
Y el tiempo regresó con la otra Amilamia...
Pues el final es un golpe de luz que suprime la imagen del recuerdo. No, Amilamia no podía seguir siendo aquella niña que lo embrujó de adolescente. El tiempo es implacable y descubre su poder cuando se deja de ser niño. Pero ¿qué sucede cuando la puerta de esa casa se abre por segunda vez (porque  antes la había visitado sin encontrar lo que buscaba) y él se enfrenta a la verdad que no espera? Sólo entonces comprende por qué los padres de la niña insistían, en su primera visita, en preguntarle “¿cómo era, señor?, díganos cómo era”. Porque los recuerdos tienen el poder de consolar al menos, lo que fue una etapa feliz de encantamiento y de amor en su sentido más sincero e inocente. De ese amor que sólo cuando se es un niño se puede sentir.
Augusto Lázaro
(Para acceder a EL CUICLO pinche en http://elcuiclo.blogspot.com.es)


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