Tener que soportar a personas que me encuentro sin tener las
mínimas ganas de encontrármelas, pero que es inevitable encontrármelas en el
ascensor o en las escaleras o en la planta baja del edificio, a las que tengo
que saludar, porque esa es la educación que recibí de mis padres y de mis
maestros desde la primaria, y aunque me haya prometido a mí mismo montones de
veces volverme cada día más ácido con la humanidad, no me queda más remedio que
tener ese contacto con ella (con la humanidad) representada por estas personas
con las que me encuentro día a día, que no sé qué pensarán de mí, quizás lo
mismo que yo de ellas, que me gustaría no tener que encontrármelas en ningún
lugar y así saldría a la calle con una sonrisa casi oculta tipo monalisiada y
no necesitaría ejercer esa diplomacia que para mí no es más que hipocresía, de
decir buenos días, señora Tales, ¿cómo sigue su marido?, y la señora Tales lo
menos que tiene es ganas de decirme cómo sigue su marido que debe estar ya en
la última fase de su itinerario vital, según comentarios que oigo al pasar,
porque no me interesa detenerme y enterarme de lo que le sucede al marido de esa
señora ni al edificio en pleno, pero tengo que oírlo de refilón después de
saludar a los inquilinos que conversan en los bajos antes de salir o al llegar
de la calle.
Cuando salgo, no me detengo en los bajos ni siquiera un minuto,
porque no me interesa conversar con nadie sobre ningún asunto, enseguida estoy
en la calle dispuesto a pasar un día más como pasé ayer el día de ayer y como
pasaré mañana el día de mañana, sin apenas cruzar varias palabras con algunos
vecinos o si por mala suerte me encuentro en la calle con algún conocido con el
que tenga que intercambiar saludos y frases sin ton ni son ni nada, porque
ningún tema me llama la atención y lo que deseo es no ver a nadie que conozca,
seguir hacia la parada del autobús, recorrer mi trayecto y así matar el día,
hasta que me dé por regresar y entonces ya no volveré a salir en lo que queda
de jornada.
Así me siento bien, pero cuando no tengo que hablar con nadie me
siento mejor. Solitario empedernido, me dijo un día la portera, que siempre
está atenta a ver si descubre alguna arista que le permita zarandearme un poco,
porque dice que deperdicio mi pobre existencia en el dolce far niente (se ve que no se imagina cuánto tiempo
dedico a no desperdiciar mi vida, leyendo los libros de la biblioteca, entre
otras tantas cosas que hago, pero no pienso informárselo, hay que tener cuidado
en esto de informarle a los demás algunas aristas íntimas de la vida, pues son
armas que un día pueden volverse contra quien informa por pecar de gente
abierta, extrovertida, simpática, etc.), y la portera, pues bueno, parece que
su marido le da más importancia al fútbol que a sus deberes como tal, o será
por el desgano que da una relación matrimonial de tantos años en la que como en
casi todas el amor eterno que quizás se juraron sólo duró un par y ahora lo que
quisieran es largarse cada uno con su música a otra parte y adiós, pero
permanecen juntos porque no se atreven a romper la relación, el uno porque en
vez de esposa tiene una sirvienta que le cocina, le lava, le plancha, le limpia
la casa, y la otra porque aunque ya no aguanta más hacerlo todo mientras el
huevón se tira en la cama cuando no está viendo la TV o si acaso leyendo el
periódico, sentado muy cómodo, y cuando quiere darse un trago le dice a ella
que le traiga un buchito de cualquier brebaje y a gozar descansando o
viceversa, sabe que de quedarse sola le será muy difícil a su edad y con su
estampa encontrar a alguien que se haga cargo del paquete con todo lo que
implica: hacerse cargo de otras cosas no muy alentadoras, como los hijos
ajenos, por citar un solo complemento.
Eso es la pareja moderna cuando pasan los primeros años,
edulcorados con ilusiones y mentiras, como las que nos disparan esas
organizaciones para mayores que se empeñan en enseñarnos lo hermosa que es la
vejez que ellos llaman la tercera edad. Vaya mierda de tercera edad... Nada,
que no tengo remedio, lo acepto y lo confieso y asumo las consecuencias que
vivir como vivo dicen algunos que me traerá algún día. Quién sabe. Pero qué voy
a hacer, mi mamá me lo decía a cada rato: "hijo, mueres en tu ley".
Palabras sabias y certeras. Por madre y por vieja.
Pues desde que leí EL EXTRANJERO me sentí al absoluto
identificado con Meursault, y entonces recordé de pronto lo que mi padre me
repetía para que se me quedara interpretado (esta palabrita es de mi madre) en el meollo
y que yo he convertido en la raíz de mi filosofía de café con leche (la mejor
filosofía porque está acompañada de esa tan rica combinación alimenticia
disfrutable): "hijo, oye esto: el que me saluda me hace un favor... el que
no me saluda, me hace dos" y yo me reía, siendo niño, sin darme cuenta de
la real enseñanza que tenían sus palabras que ahora son mías y aplicables diariamente, deseando que cada
persona que conozco me haga dos favores, en lugar de uno...
Augusto Lázaro
@augustodelatorr
próxima entrada: otra vez Encarni, ¿hasta cuándo?
1 comentario:
soy de la familia: un lobo (ya medio despeluzado) solitario
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