“La muerte es más un asunto de quienes nos sobreviven que de
nosotros mismos”, dice el narrador de LA MONTAÑA MAGICA, una verdadera obra de
arte de la literatura universal en toda su historia. Pienso en la muerte como
algo más natural incluso que la propia vida: uno nace si quienes lo traen al
mundo desean traerlo, o sea, que puede nacerse o no nacerse, de acuerdo con la
decisión de los progenitores. Pero una vez nacido, es ley inexorable morir. Y
esta ley no admite, hasta hoy, una sola excepción.
Lo conocí una mañana en una dependencia de la Cruz Roja.
Ambos estábamos haciendo gestiones para recibir ciertas ayudas, cada cual por
distintos motivos. Como sucede en estas esperas angustiosas a veces,
conversamos sobre el único asunto preocupante aquel día: nuestra situación y
cómo podríamos salir de ella. A partir de ahí nos hicimos amigos. Comenzamos a
vernos en diferentes lugares, siempre en busca de aquellas ayudas que con el
tiempo dejamos de necesitar, por haber resuelto cada cual los problemas que teníamos
al encontrarnos en aquella sala atestada de personas solicitantes. Y el tiempo
continuó su marcha. El se casó con una mujer encantadora que falleció años
después, dejándolo en la más remota soledad, en su casa lejana y rodeada de
nieve, yo continué mi vida casi normal, con relaciones esporádicas que no
fructificaron tan sólidamente. Pero seguimos nuestros debates amistosos con
cafés y encuentros que se mantuvieron hasta hace apenas unos pocos días.
Llegamos a ser excelentes amigos. Tanto, que yo lo consideraba uno de mis tres
grandes amigos en este exilio en el que apenas puedo moverme sin pensar un
segundo en la tierra lejos o alejada y en mis seres más queridos todavía allá
distantes.
Ni en las más difíciles situaciones, ni en los peores
momentos de su larga enfermedad, lo vi con cara amarga. Siempre sonriéndose,
siempre con un abrazo fraterno al encontrarnos y enseguida saborear nuestros
cafés imprescindibles, adornando el placer del llamado “néctar negro de los
dioses blancos” a veces con una discusión fuerte y sin máscaras, porque los
amigos de verdad son esos que pueden discrepar y discutir sin pensar que es “el
otro” el que nunca tiene la razón. Así era Juan Maguey, con su sempiterno
refrán en contra de la ley que tan injusta ha sido y que tantos dolores ha
causado en múltiples familias españolas. Falleció en la mañana de ayer, en un
hospital donde estuvo rodeado del cariño de enfermeras, médicos y asistentes
que llegaron a quererlo, porque Juan se dejaba querer y se hacía querer por
cuantos lo conocieron, y conmigo que acudí a la última cita, sin creer apenas
que la muerte se lo llevaba sin que nadie pudiera evitarlo.
Desde aquí te digo, querido Juan, que los hombres como tú
nunca pueden morir, porque el cariño, el sentimiento y la amistad que supiste
dejar en nosotros, los que te sobrevivimos, no puede apagarse como aquellos
pitillos que tanto te fumabas, sabiendo que te quitaban un poquito de tu
resquebrajada salud... Adiós, querido amigo: en cada nuevo acto que realice, en
cada nuevo encuentro que sostenga con otros amigos, tú estarás siempre
presente, ayudándome con el ejemplo que siempre me diste a enfrentarme a las
vicisitudes propias de la vida, cuando alguien se acerca también a esa edad en
que ya no se puede pensar en un futuro a largo plazo...
Augusto Lázaro
@augustodelatorr
http://elcuiclo.blogspot.com.es
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