Se acabó agosto y ya pronto se acabará el calor para
desdicha de Al Gore y tantos listillos que le han sacado muy buenos dividendos
al asunto ese del calentamiento global. Aquí no tendría tanto éxito, pues en
Madrid el invierno dura 9 meses y el verano sólo 3. Pero como decía mi padre,
“el mundo es de los livianos” que saben encontrar el conducto por donde le
entra el agua al coco sin la ayuda del investigador ecológico don Jesús
Palomino, que se proclama como el que logró descifrar el enigma.
Comienza septiembre y ya pronto empezará el airecito frío
que favorece a los comerciantes con sus nuevos modelos que aunque a muchos no
les haga falta, no faltarán quienes se gasten un poco por tener esa nueva onda,
“mira aquella cazadora, Matilde, no me digas que no es una monada, ¿eh?”,
y así son las ventas cuando son de rebajas. O no. El caso es que los
comerciantes viven de meterle a la gente en el moropo que hay que cambiar cada
año de vestido, de jersey, de vaquero, de bolso, de collar, de móvil, de
tableta, de zapatos, de cinturón, de camarita fotográfica, “ahora traen un
complemento, mira, Josefo, ¿lo ves?, es para reproducir las fotos directamente
en un disquito de esos que se usan,
¿sabes?”, y a la carga, consumidores, que se acaban las gangas.
Pues me puse a revisar mi stock general y me di cuenta de
que sólo tengo 1 equipo para cada uso, y en el vestuario la cantidad de ropa
que realmente necesito y que me imagino que no ha pasado de moda, aunque para
mí la única moda aceptable es la comodidad. Lo demás es gastar el dinero que a
tantos les cuesta tanto ganar u obtener (hablo de las personas decentes,
especie en extinción me temo). De vez en cuando visito algún centro comercial y
me maravillo de cómo los dueños de la “necesidad” penetran en la mente del público
consumidor: maravillas de productos con nuevos modelos, estilos sofisticados,
elegancia indiscutible en los diseños, etc., que logran crear esa falsa
necesidad de adquirir lo que el centro pone en oferta, con lo que se aseguran
unas ventas que sobrepasen el plan de la temporada.
Me pregunto si los bienes materiales pueden hacer feliz a un
ser humano. Porque hablar de los espirituales o morales o intelectuales cada
día se vuelve algo así como “arar en el mar”, por la poca atención que la
sociedad desarrollada le brinda a estos aspectos de nosotros los bípedos
pensantes (sí, porque hay millones de bípedos que parecen no pensar nunca).
Pues sí: hay quienes aseguran (y conozco a algunos) que lo que les interesa es
eso: el móvil, el ordenador, el televisor, el equipo sofisticado de música en
estéreo, el cine en casa 3D, el coche en el garaje (o en el aparcamiento), el
armario repleto de la última moda, la casa aquí y en la playa o en la montaña,
según el gusto, y en fin, que además de los alimentos imprescindibles, todo lo
citado forma parte inobviable de esa felicidad comprada con el dinero
que es, como dice el refrán: “poderoso caballero”.
Sin embargo, me remonto a mi lejana niñez, allá en Pinar del
Río, en una casa pobre, con los elementales servicios para no parecer una
covacha, y donde fui feliz, realmente feliz, rodeado del desconocimiento de que
en el mundo había maldad... y en aquella casa de mi mundo infantil sólo había
un radiorreceptor, del tamaño de una pelota de fútbol, en el que oíamos, mis
padres y yo, los juegos de pelota (béisbol), ya que todavía no teníamos
televisión... Aquella sensación de total felicidad nunca más la he conocido, a
pesar de que ahora estoy rodeado de los adelantos más sofisticados de la
ciencia electrónica...
Augusto Lázaro
@augustodelatorr
2 comentarios:
Me parece muy bien.
Onésimo, el Cojo
me parece muy bien.
Onésimo
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