Clotilde Selástraga tenía un sueño en su
vida: casarse con un hombre alto y original. Y vaya si lo logró. Pero no le
resultó fácil: cada vez que conocía a alguno y lo trataba, se decía para sus
adentros que el susodicho no estaba a la altura, pues ninguno llegaba siquiera
a un metro setenta.
--¿Será que en esta mierda de pueblo no
hay hombres altos? -se preguntaba ante cada nuevo desencanto, sin tener en
cuenta de que sí los había, pero todos estaban casados con mujeres que no
podían, por supuesto, compararse con ella y con sus múltiples atributos.
Una mañana, mirándose al espejo, al notar
varias patas de gallina debajo de sus ojos, la Cloti decidió, en un momento de
lucidez, que si no aparecía el hombre de sus sueños, al menos tenía que
aparecer un hombre que quisiera desposarse con ella, eso sí, que tuviera algo
original. Y así fue como encontró a su actual pareja: Onésimo Bustamante.
Onésimo era un campesino fuerte, hecho del
trabajo, que había llegado al pueblo hacía unas semanas, causando cierta
admiración entre las solteras por su porte fornido y varonil. Se mantenía
disponible, porque decía que no había encontrado a la mujer que lo hiciera
feliz, pues estaba cansado hasta el sopor de las mismas caras y los mismos
gestos de las hasta entonces conocidas. Pero una tarde, empinando el codo con
asiduos en el único bar del pueblo, vio entrar a Clotilde con una amiga que al
parecer pretendían refrescarse del bochorno agobiante que sacudía los cuerpos y
adormecía las almas.
--¿Quién es esa criatura? –le preguntó
Onésimo a un bebensal. Y así comenzó todo.
Al poco tiempo se casaron y nadie en el
pueblo podía decir que no fueran felices. Pero ¡oh casualidad fatal de esta
vida tan puta! Un día lluvioso el automóvil que conducía Onésimo resbaló en una
curva y se estrelló con él dentro, lo que provocó que, aunque milagrosamente
salvó la vida, quedó inutilizado de la pierna izquierda. O sea, Onésimo quedó
cojo.
La gente es mala cuando quiere serlo,
señores. Pronto empezaron a llamarlo “el cojo Onésimo”, y a la Cloti, su mujer,
la glotona, véase por qué, aunque hay quien dice que lo sabe, pero no lo
divulga. Con la costumbre, terminaron suprimiendo una de las vocales O del
nombre susodicho, y cuando alguien llamaba al honesto campesino, le gritaba...
bueno, ya ustedes se lo imaginan.
Nada, que no hay órgano tan dañino como la
lengua. Y si no, pregúntenle a esa pareja original que habita en las
estribaciones de la loma de la piedra, en Santiago. Allí no hay un solo ser que
no conozca a Clotilde Selástraga y a su marido, el coj... Onésimo. Eso sí, como
personas, encantadoras. Eso no hay quien lo dude.
Augusto Lázaro
@augustodelatorr
¡FELIZ
AÑO NUEVO!
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