Aristóbulo Birria y Bustamante nació vivo
y sano, aunque no coleando, una mañana en que los gallos no cantaron a su hora
porque hacía tres días y medio que un ciclón de alcance ídem azotaba impíamente
el pintoresco poblado de Boniatillo, ubicado al pie de una loma llena de
arbustos y marabúes que sólo los chivos se dignaban escalar.
--Eran tiempos malos –dice Aristobulito
(el hijo) cuando recuerda el acontecimiento que únicamente su madre celebró
como algo positivo.
Y en efecto, eran tiempos malos aquellos
en que no se había inventado la tele, y los pocos residentes del pacífico
poblado entretenían sus noches jugando a la baraja o cumpliendo cabalmente las
labores propias de sus respectivos sexos.
Birria vio por vez primera (aunque los
testigos afirman que nació con los ojos cerrados) el mundo circundante el 8 de
agosto de 1919. Su advenimiento no fue celebrado por nadie, porque nadie podía
imaginarse lo que el futuro deparaba a esta egregia figura de nuestra sociedad.
--¡Una gloria nos ha abandonado! -dicen
que fueron las palabras de su médico de cabecera cuando firmó la defunción,
secándose las lágrimas con la toalla que le había alcanzado la viuda para que
se secara las manos, y después de asegurarse de que era totalmente cierto que
el genio había cantado el manisero.
Desde muy pequeño, Aristóbulo comenzó a
dar muestras de su precocidad: lloraba cuando tenía hambre, hacía la gracia en
cualquier sitio delante de la gente, con una absoluta falta de prejuicios, se
quedaba dormido sin que tuvieran que cantarle el arrorró cada vez que tenía
sueño, y daba cariñosas pataditas a los que cometían el error de acercarse a su
cuna para hacerle cosquillas en sus piesecitos. Viajó intensamente, pues su
familia cambió de domicilio diez y siete veces, hasta que ya cansados de buscar
nuevos horizontes se instalaron definitivamente en una casa vieja de un viejo
callejón de Santiago, desde donde Birria conquistó la fama que aún en nuestros
días permanece indeleble.
--Eran tiempos peores -dice Aristobulito
(el hijo) cuando rememora sus primeros años en el callejón.
Y en efecto, eran tiempos peores aquellos
en que el dinero no frecuentaba los bolsillos familiares, pero en los cuales,
no obstante, se destacó su padre en la escuela, por su afán desmedido de
recoger todos los borradores de ejercicios que hacían los demás alumnos,
contestando, cuando se le preguntaba para qué los quería, que "es que así
voy reuniendo información sobre mis condiscípulos".
Ese afán de saber y de estar informado, de
conocerlo y controlarlo todo, le creció en una oficina donde un tío suyo viejo
y olvidado por toda la familia lo colocó, para que el tan despierto joven se
ganara la vida honradamente y ayudara a los suyos. En cierta ocasión le preguntó
a su tío por qué no se conservaban los recibos viejos que éste lanzaba con
brillante puntería (la costumbre lo había hecho diestro) al cesto de basura que
estaba a tres metros del buró de caoba desde donde podía observar a su sobrino
con cautela. En esa y en otras oficinas por donde fue pasando, Aristóbulo creó
para la humanidad sus más famosos y útiles inventos, entre los cuales podemos
citar:
el archivo multiplicado, con el que se
evitaba tener que levantarse para ir a consultar cualquier asunto, el control
de documentos por persona, para que cada cual pudiera, en un momento dado,
disponer de tal o más cuál dato, sin perder el tiempo y la energía moviéndose
de un lugar a otro en cada puesto de trabajo, el cronograma de colores,
contentivo de las actividades por horas y por días de cada uno de los
empleados, en poder de cada uno de los jefes, vicejefes y subjefes de
secciones, cosa de que nadie pudiera ser atrapado in fraganti en una auditoría
no anunciada, y sobre todo, su sensacional hoja de ruta, que cada empleado
debía colgar en la puerta de su jefe cada vez que se ausentaba del área de
trabajo propia, detallando pormenorizadamente el recorrido que pensaba hacer,
con quién iba a contactar, etc.
Gracias a don Aristóbulo, como ya le
llamaban en todas las oficinas donde su fama había llegado, contamos hoy con
facilidades de tan alto calibre como
la planilla de 48 tópicos parejos a 4
columnas, el cenicero portátil, la agenda minutera, el borrador con brocha, el
sacapuntas de doble filo para lápices bicolores, la pluma con tintero
intrauterino, las tijeras de 4 tenazas, el libro de firmas por horas, la
tarjeta de control de meriendas y tomas de café, el registro de conversaciones
inter-empleados, los espejos retrovisores de burós, los archivos de desglose, el
memorándum digital, el papel de 8 1/2 x 26, el recado diferido, las llamadas
retrasmitidas, las reuniones diarias, los contactos por sesiones, etc., que
lograron que su nombre siempre fuera pronunciado con admiración y respeto en
todas las dependencias públicas (y hasta en algunas privadas) donde laboraban
con ingente esfuerzo miles de empleados que se afanaban fervorosamente por
agilizar los trámites de cada ciudadano para hacerle la vida agradable a cuanto
ser humano acudiera a sus servicios.
Pero sin dudas, la obra maestra de Don
Aristóbulo fue el centuplicado, que creó precisamente el 8 de agosto de 1969,
cuando alcanzaba sus hermosos y productivos cincuenta años de vida y creación.
El centuplicado revolucionó la historia de la administración pública. Consistía
este maravilloso invento en sacar 99 copias de todos los papeles, documentos,
cartas, memorandos, órdenes de compra y de servicios, telefonemas, formularios,
conduces, informes, planes, borradores, pases, telegramas, actas de asambleas y
reuniones, consejillos, etc., con el fin de remitir por correo certificado una
copia a cada jefe de organismo, organización, empresa, unidad, institución
cultural o deportiva, planteles estudiantiles, fábricas, granjas, cooperativas
agrícolas, unidades militares, puestos de fiambre, etc., para que todo el mundo
estuviera informado de cuanto acontecía en todas partes y así tuviera cada cual
una visión completa de la vida y del mundo.
Aristóbulo Birria y Bustamante falleció el
28 de septiembre de 1975, dejando una estela de llanto y de melancolía entre
los que tuvimos el altísimo honor de conocerlo y de admirar su valiosa obra
creativa. La chica de la limpieza lo encontró una mañana, ahogado, envuelto en
montones de papeles en los que trabajaba arduamente, al parecer creando algún
nuevo invento que daría más comodidades a los empleados de la administración
pública.
Augusto Lázaro
@augustodelatorr
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