los nombres propios
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Monterrey Tomás tenía dos características (entre
otras) que llamaban la atención a sus maestros y a sus compañeros de escuela,
en la que yo estudié la primaria hasta el grado sexto. Una de esas dos
características era su propio nombre, pues lo lógico hubiera sido llamarse
Tomás Monterrey. Sin embargo, él se llamaba así mismo: Monterrey de nombre y
Tomás de apellido, por eso le decían, algunos con cariño y otros con recelo,
"oye, Monte, préstame tu libreta de matemáticas, para ponerme al
día", o "Montuno, mira lo que traigo en mi mochila", y así. En
todo Pinar del Río, mi ciudad natal y donde radicaba la escuela del cuento, no
creo que hubiera otro niño con aquella disposición para aprender y ser siempre
el primero en su clase, además de que nunca vi a ninguna maestra (casi todos
eran mujeres experimentadas en trabajar con infantes) regañarlo por algo mal
que hubiera hecho. Lo que más le gustaba era llenar su libreta de Estudios de
la Naturaleza con pequeñas fotos de animales, según los temas que se iban
tratando. Una mañana recuerdo que la maestra de esa asignatura tomó su libreta
y la mostró a los demás alumnos como ejemplo curioso de dedicación y gusto por
el conocimiento. Así era Monterrey Tomás. Muchos años han pasado desde entonces
y no sé si todavía estará vivo ni si seguirá en Pinar o en Cuba, pero nunca lo
he olvidado, ni a él ni al resto de mis compañeros en mis comienzos a enterarme
de qué cosa era la vida... ¡Ah!, y la segunda característica de Monterrey
Tomás, que tenía a algunos patidifusos y a otros con cierta envidia
saliéndosele por los ojos abiertos del todo era que Monterrey Tomás era...
¡negro! Tanto como el charol. Y muchos se preguntaban cómo era posible que el
primer alumno de la clase, en cada materia estudiada, fuera ¡negro! Claro que
entonces, y como éramos niños, no lo decíamos con la fuerza y el desprecio con
que hoy se habría dicho, o quizás peor, le hubieran hecho la vida difícil,
porque no era (no es para muchos todavía, vergonzosamente) lógico que un negro
pudiera alcanzar ese tremendo mérito de ser el primer alumno de ninguna
escuela...
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los “rectificadores”
Los hay en todas partes, se proliferan con los
adelantos técnicos y electrónicos, pero sobre todo con el mal de la megalomanía
equívoca. Siempre atentos a lo que tú digas, a las cosas que hagas, a cualquier
afirmación que puedan refutar: son los que se dedican a enmendarles la plana a
los demás, sin dejar pasar una sola errata (porque errores ni se diga). Sí,
amigos: son los “rectificadores”, esas personas que creen saberlo todo, saber
de todo, y que tienen el poder y la sabiduría suficientes para rectificarte
cada vez que abres la boca. Y lo más curioso: casi siempre se trata de personas
que saben menos que tú, que han estudiado menos que tú, y que no están
preparadas ni de prácticas para decirte “no, eso no es así” o “estás
equivocado” o “perdona, pero no es lo que tú dices”, etc. Se necesita tiempo
para estar atentos a las “faltas” de los demás y por eso no lo tienen para el
trabajo por el que les pagan. Y sobre todo, se necesita estómago para
aguantarlos, pues si entablas una discusión con alguno de ellos (o de ellas),
además de perder el tiempo, cabrearte por gusto, pasar un mal rato y demás, lo
único que vas a lograr es enemistarte con esa persona con la que discutes. Lo
mejor es cortar por lo sano: “hola, buenos días, qué tal, cómo estás, qué bien
te ves, bueno, hasta luego”, o en todo caso aplicar la fórmula mágica de L Q T
D Q (lo que tú digas, querid@)... Y se acabó la discusión... antes de
comenzarla...
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los envidiosos
Creo que fue Arturo Pérez Reverte quien dijo que
“el deporte favorito de España es la envidia”. Quizás exageró, pero es cierto
que existen personas que sienten ese pecado capital por quienes están por
encima de ellos en alguna actividad, y aunque muchos no lo tomen en cuenta,
esas personas pueden hacer daño, pues intentan en su iniquidad desacreditar a
quienes entienden que no son dignos de su trato o alabanza, y siempre
encuentran a algunos que les hacen caso y divulgan calumnias, mentiras o cosas
que perjudican la reputación de los “envidiados”. O sea, que hay que cuidarse,
pero no sólo de los “enemigos” declarados, sino de las personas con las que por
alguna razón tenemos contactos y a veces apreciamos sin saber que realmente no
son ellas las dignas de nuestra atención ni mucho menos de nuestra amistad…
Augusto Lázaro
@lazarocasas38
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