Leyendo algunos escritos sueltos de Fernando Arrabal, me
encontré con estos versos que no sé si serán suyos o de otro autor cuyo nombre
no aparece. Recordármelos fue como un golpe que recibí muy adentro, pues la
vida se compone de alegrías y tristezas, y a veces, por mucho esfuerzo que se
haga, la segunda prima sobre la primera. Estos son los versos:
Enterraron por la tarde
la hija de
Juan Simón
y era Simón
en el pueblo
el único
enterrador...
El mismo a su
propia hija
al cementerio
llevó.
El mismo cavó
la fosa
pronunciado
una oración...
Y allá, al
caer la tarde
del
cementerio salió.
En una mano
la pala,
en el hombro
el azadón...
y la gente
preguntaba:
¿de dónde
vienes, Simón?
--Soy
enterrador y vengo
de enterrar
mi corazón...
Estos versos fueron trasladados a la música, pues recuerdo
que de muy joven oía en la radio a algún cantante de actualidad en aquellos
años que entonaba el golpe de mala suerte que traduce la canción versada o
viceversa, patética en verdad y con la fuerza de no dejar indiferente a ninguna
sensibilidad. Como era de esperar, afloraron mis recuerdos, el tipo de
recuerdos que yo lucho por desterrarlos de mi vida y que no puedo lograrlo:
cuando menos lo espero, aparecen y me dicen que todavía eso no es historia
muerta, y que no deben ni pueden olvidarse.
Mi padre murió en mis brazos, a las 6 de la mañana de un 6
de junio de 1966 (coincidencia del maldito numero 6). Al menos, lo vi vivo en
sus últimos momentos. Pero a mi madre no la vi morir, ni siquiera pude verla
insepulta, pues cuando murió, yo vivía en Santiago de Cuba, y por la pésima
situación del transporte (fue en 1991) no pude llegar a tiempo a Pinar del Río,
mi ciudad natal, donde vivía ella con mi hija mayor. La mejor mujer que he
conocido en toda mi vida murió de cáncer de nasofaringe, con apenas algo más de
40 años. Nació después de mí y murió antes que yo. He visto sufrir y morir a
muchos familiares y amigos, y sé que, como dijo mi tocayo Monterroso en su
discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias, “la vida es triste”, y
sólo vivimos momentos felices, pero no podemos decir nunca que somos felices.
Voluntad de la Naturaleza en su injusta decisión de lo que debe suceder a cada
ser humano.
Pero el dolor más grande y poderoso que puede sufrir un ser
humano es ver morir a un hijo. He tenido la suerte de no verlo, y me horrorizo
sólo de imaginármelo. En estos versos aparentemente vulgares, rebuscados y de
poca monta, hay una verdad que no puede soslayarse: la muerte de una hija, en
este caso, es un golpe demoledor del que nadie se recupera jamás. No puedo
pedirle a Dios que yo no tenga que pasar por ese trance, pero confío en que la
Naturaleza, la Vida, la Casualidad, o lo que sea que exista si es que existe
algo, me libre de semejante tragedia, y tenga la dicha de morir antes que mis
hijos, pues un golpe como ése sería para mí casi imposible de superar...
Augusto Lázaro
www.facebook.com/augusto.delatorrecasas
No hay comentarios:
Publicar un comentario