la idealización,
esa desconocida traidora
Me gustaría pensar
que todos hemos pasado por esa experiencia dolorosa: conocer a alguien que por
algún detalle (a veces por varios) nos llama la atención, comenzar un embrión
de amistad con esa persona, incrementarla,
y de pronto, sin siquiera esperarlo, enamorarse, así de zopetón, y entrar en el
preámbulo de un sentimiento, más tarde pasión, y al final, convicción sin
paliativos de que se ha encontrado a la persona ideal, a la pareja que tantas
veces se ha creído encontrar, a ese ser que es capaz de llenar el más profundo
vacío y convertirse en la razón principal de la vida, por encima de todas las
demás razones que se tienen para seguir viviendo. O sea, enamorarse de esa
persona, que nos hace enamorarnos de la vida y del mundo y de todos los seres
humanos a los que ahora vemos como personajes dignos de atención, respeto y
cariño. Y todo gracias a esa persona que ha llenado nuestra vida de amor, de
ternura, de esperanza, de todo lo bueno que en el mundo existe...
la
autosobrevaloración, un boomerang
Lamentable. Pero
en los seres humanos es tan natural como que no hay dos personas que piensen,
digan y hagan lo mismo, ni siquiera lo parecido. Es bueno sentirse seguro de sí
mismo, pero de ahí a creerse mejor que los demás, sin otra motivación que el
orgullo soberbio (con todo y posible redundancia), va un trecho que no es nada
positivo:
“no, no, no, yo
soy una asistente geriátrica y él no es más que un simple residente”... “mira
eso, si yo soy un analista químico y él no es más que un simple conductor de
autobús”... “ja ja ja, oye, maja, que yo soy una académica y ella no es más que
una simple asistente geriátrica”...
No todos los seres
humanos son iguales, ni todos tienen el mismo valor en la sociedad, pero
¡cuidado! con discriminar a otra persona por una SIMPLE diferencia de la
posición que tenga en esa misma sociedad, tan reacia a aceptar que antes de
lanzar un dardo a quien creemos inferior, mejor sería mirarnos en el propio
espejo... quizás encontraríamos que no somos tan diferentes como a veces nos
creemos...
el desengaño,
enemigo artero
De lo anterior se
desprende que nosotros, los seres humanos, somos hijos del error, aunque a
veces pretendamos no equivocarnos nunca. Cometer un error es por supuesto
humano. No aceptar que lo hemos cometido es una tontería, pues los demás se van
a dar cuenta y a todos ellos no podremos engañarlos. O sea, la autosuficiencia
(o su derivación final, la megalomanía) es una muestra de inmadurez y de que
somos, realmente, lo que creemos no ser, o más claro que el Lanjarón: que no
somos esa joyita que nos hace sonreír cuando nos miramos al espejo.
Pero de esta
falsedad otorgada de gratis a nuestra capacidad de razonar, el peor de los
resultados es cuando tratamos a alguien que nos parece suficiente como para
codearnos con él (con ella) de igual a igual. Aquí el reverso puede mutilar
nuestra falsa grandeza: descubrimos de pronto, o poco a poco, que esa persona
que endiosamos hasta colocarla, modestos que somos, a nuestro mismo nivel, está
tan distante del mismo que el desengaño nos cae como un monolito de mil
toneladas sobre la cabeza. La medicina preventiva en estos casos tiene dos
variantes:
1) nunca creernos superiores a los demás ni
más inteligentes, cultos o valiosos que las personas con las que nos
relacionamos
2) tampoco menospreciarnos pensando que
quienes nos rodean son mejores, pues ambos extremos nada bueno pueden
acarrearnos
¿No sería mejor
ser nosotros mismos y tratar a cada cual como cada cual nos trata, sin mediar
en nuestra decisión ningún barómetro discriminador como la religión, la
ideología, la cultura, la raza, el sexo, ni sobre todo la tan cacareada
“posición social que ocupa” la persona a la que estamos juzgando como si
fuéramos fiscales feroces que no son capaces de juzgar con un mínimo de
objetividad?
Augusto Lázaro
@augustodelatorr
http://elcuiclo.blogspot.com.es
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