He llegado a la
inobjetable conclusión de que todos los seres humanos disfrutamos hablando mal
de otros. Es (casi) imposible que en una reunión de 2 o más personas no se
mencione a alguien que no está presente, y (casi) siempre resaltándole algún
defecto o algún desliz que haya cometido, que quizás no es tan grave como el
que cometen a diario quienes lo están juzgando, pero en ese momento lo que
importa es rajar del aludido, sacarle los trapitos sucios y reírse un poco si
se encuentra alguna faceta cómica que permita ahondar más en la crítica a que
es sometido. No me diga que usted no es de ésos, pues a quien engaña es a usted
mism@. Pero no se preocupe, si usted es un ser humano y terrícola, es normal que
hable mal de otros seres humanos y terrícolas a los que usted conoce. Y le digo
más: según estadísticas dignas de crédito (como todas las estadísticas, vamos),
por cada comentario favorable que se hace en grupos sobre un ausente, se
sueltan diez desfavorables, porque el morbo radica en eso: hablar bien de
alguien no hace falta: todos conocen sus virtudes. Ah, pero hablar mal... tiene
un sabor a jalea que no puede rechazarse.
En Santiago de
Cuba nos reuníamos en varios locales apropiados donde podíamos permanecer hasta
altas horas de la noche, artistas y escritores miembros de la organización que
nos agrupaba. Recuerdo varias veces en que estábamos cómodamente sentados en la
UNEAC (unos 7 u 8) y habla que te habla, y café o té o cualquier otra bebida,
mientras el reloj caminaba sin detenerse... y las 11, las 11.30, las 12...
nadie quería ser el primero en marcharse a su casa. El por qué era muy sabido:
cuando alguien decidía retirarse de la grata compañía y ocupar el agradable
tiempo para irse a dormir, ya sabía que enseguida que cruzara la puerta
principal, los que se habían quedado comenzarían a hablar de él (o de ella),
pero resaltando lo negativo, lo ridículo, lo temperamental, y todo lo que
pudiera catalogarse como digno de criticar, desde su risa incontenible, por
ejemplo, hasta la manera de caminar del ausente. Anécdota que refrenda lo dicho
en el párrafo anterior, y que no quede duda.
Hablar mal de la
gente es como una especie de deporte digamos lEngüístico: darle a la sin
hueso y hacer del semejante la víctima de nuestros dardos (a veces realmente
venenosos) es una costumbre tan natural como darle una palmada o un apretón de
manos a un amigo o conocido cuando nos lo encontramos en la calle. Así que siga
usted haciendo polvo a esos que conoce, que se lo tienen merecido, qué caray.
¿Acaso esas personas no se dan gusto rajando de usted en su ausencia? Pues como
decía el doctor Lecter: quid pro quo...
Augusto Lázaro
@augustodelatorr
http://elcuiclo.blogspot.com.es
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