Usar su verdadero nombre al final, en el
desenlace inesperado del relato, me hace pensar que quizás Carlos Fuentes
escribió La
muñeca reina
recordando una experiencia personal con la nostalgia de un asombro que vibró en
sus entrañas dejando huellas muy difíciles de borrar. Porque este relato no
sólo es poético al principio y al final terrible: cuestiona el triunfo del amor
cuando el amor no se ha empañado con la sucia realidad de un desencanto capaz
de conmover hasta el delirio. De ahí la duda: ¿es que el amor no sirve para
algo más que para recordar, cuando la vida nos lo arrebata y lo convierte en
una farsa capaz de desear la amnesia, o de sólo perpetuar el tiempo en que ese
amor lo convertía todo en algo bello y perdurable?
Amilamia: imagen que se desvanece, en las
improbables posibilidades del recuerdo...
De entre los libros surge su recuerdo y
aparece su nombre. Otra vez el relato se afianza en un banco de un parque
(escena remarcada en la literatura y consagrada al amor en el cuento El amorcito de Carlvert Casey): un
adolescente de 14 años y una niña de 7, y una descripción de esa niña de nombre
melodioso con ese adolescente, en una pincelada inocente y sensual que favorece
la espera de algo que no sucederá, aunque el lector desea que suceda, sin ser
por eso de mente pervertida, pues todo el relato es una lámina del amor sin
manchas que invita a imaginarse lo más puro, y que no logra su cristalización
más lógica.
Pero el autor insiste en regresar a los
recuerdos y materializarlos cometiendo una imprudencia que lo llevará al
desenlace inesperado que lo sobrecoge, como también sobrecoge a quien lo lee.
Lo que ha sido su vida después del encuentro con la niña mágica que llevaba el
delantal lleno de pétalos blancos (bellísima imagen desleída en un tiempo que
convierte esos pétalos en una visión de inobviable atractivo) se vuelve de
pronto como realidad insoslayable al tocar a la puerta de la casa donde vive o
vivió Amilamia, la Amilamia que él conoció de niña, y que ahora tendrá una edad
adulta que le depara la única sorpresa que él jamás pudo imaginar.
Y el tiempo regresó con la otra Amilamia...
Pues el final es un golpe de luz que suprime
la imagen del recuerdo. No, Amilamia no podía seguir siendo aquella niña que lo
embrujó de adolescente. El tiempo es implacable y descubre su poder cuando se
deja de ser niño. Pero ¿qué sucede cuando la puerta de esa casa se abre por
segunda vez (porque antes la había
visitado sin encontrar lo que buscaba) y él se enfrenta a la verdad que no
espera? Sólo entonces comprende por qué los padres de la niña insistían, en su
primera visita, en preguntarle “¿cómo era, señor?, díganos cómo era”. Porque
los recuerdos tienen el poder de consolar al menos, lo que fue una etapa feliz
de encantamiento y de amor en su sentido más sincero e inocente. De ese amor
que sólo cuando se es un niño se puede sentir.
Augusto Lázaro
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