Vuelvo a recordar y me parece que nunca dejaré de ejecutar
ese verbo que a decir del viejo poeta santiaguero don Ernesto Crespo Frutos (no
tan buen poeta como buena persona, que es mucho mejor y abunda menos) sirve
para soportar los últimos años a vivir de cualquier ser humano. “Recordar es
volver a vivir el tiempo que se fue”, decía una canción española que un grupo
de los 50 llamado CHAVALES DE ESPAÑA (que nadie en España recuerda, no
comprendo por qué) cantaba en Cuba (e incluso filmó una película titulada HOTEL
DE MUCHACHAS) y era el leit motiv del viejo Crespo en nuestras
conversaciones en las que nunca faltó su sentido del humor, su amistosa
sonrisa, y su compañerismo a toda prueba en los momentos en que necesité
sentirlo, que no fueron pocos.
Recordando a Crespo y a aquellos años imborrables en
Santiago de Cuba, a las mujeres que eran otro tema permanente de su
conversación, a las actividades literarias en la Casa de Heredia y en los
municipios de la provincia, me sitúo en mi época actual en Madrid, y me doy
cuenta de pronto, como el sonido de un rayo al caer sin que nadie lo esperara,
de que estas últimas navidades se me han escapado casi sin que me diera cuenta.
Como no soy el viejo Scrooge (de la entrañable novela de Charles Dickens sobre
la Navidad), no he tenido que asomarme a la ventana o salir a la calle a
preguntarle a algún niño paseante qué día era el 25 de diciembre, siempre
presente en mi memoria vital con los posibles mejores recuerdos de mi niñez
feliz, de mi
primera adolescencia y de mi posterior adultez en mi ciudad
natal, Pinar del Río, donde vive y trabaja mi única hija. No hizo falta: esta
Navidad de 2013 se me fue de las manos (y del tiempo y del espacio) con esa
rapidez con que suelen irse de las manos los momentos que queremos disfrutar
hasta el límite, porque encierran y encarnan sensaciones que no tendremos en el
resto del año.
Y como preámbulo de esa fecha tan querida y añorada apenas
pasa, el día de mi cumpleaños una mujer a la que quiero con pasión y
permanencia ilimitadas me hizo el regalo más bonito que me han hecho desde que
vivo en este país del que soy desde hace casi 20 años un hijo más. El valor de
un regalo siempre ha sido para mí algo abstracto: no me interesa el dinero ni
los bienes materiales salvo para que me den la satisfacción de poder usarlos
como necesidad más bien espiritual, lo que he logrado sin esa ansiedad casi
morbosa del que anhela y desea más y más al no conformarse con lo que tiene,
aunque lo que tenga pueda darle esa felicidad que no hay que atiborrar de
artículos, equipos, adornos, vestuario, y demás cosas materiales que a la larga
no nos sirven por su cantidad, sino por lo que pueden ofrecernos según nuestro
requerimiento. Recuerdo siempre la sentencia: “no es más rico quien más tiene,
sino quien menos necesita”. Por eso el regalo recibido que nada tenía de
material me llenó ese día señalado y penetró en mis entrañas haciéndome
lagrimear de la emoción recibida, por tan oportuno, inesperado y reconfortante.
Lo necesitaba y ella colmó esa
necesidad.
Glosando al viejo Scrooge de Dickens hoy puedo decir:
¡Navidad! No la perdí. Y no la perderé jamás...
Augusto Lázaro
@augustodelatorr
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