Voy a Luvina porque me dijeron que allá podía encontrar a Juan Rulfo.
--Es un alma en pena -me dijo doña Eduviges cuando conoció mi plan-, pero te recibirá. Dile que vas de parte mía. Juanito siempre me tuvo cariño cuando estaba vivo.
Pero ahora, en esta fonda de mala muerte de Comala, donde estoy de paso, esperando conseguir un caballo que me lleve a Luvina, este tipo que está sentado delante de mí, con una botella de cerveza al tiempo, se empeña en enlodarme el viaje.
--¿Así que usted piensa ir a ese pueblo?
Lo miro con curiosidad. Nadie lo invitó a sentarse frente a mí, aunque tuvo la delicadeza de pedirme permiso, lo que yo le concedí, y de invitarme a una cerveza, aclarándome que fría ni en sueños, porque en Comala, al igual que en Luvina, a donde me dirijo, todo está caliente. Hasta la brisa, cuando la hay.
--Pues óigame, amigo, si usted se empeña allá usted, pero oiga lo que le digo, que yo sé de lo que le hablo, pues viví en Luvina hasta que me quedé yo solo con una docena de mujeres inútiles que sólo se ocupaban de rezar, dormir y buscar alimentos entre los árboles resecos y el río fangoso.
Y me cuenta de un tirón que en Luvina no voy a encontrar nada, porque no hay nada que encontrar, y que por lo tanto, yo haría mejor dando una vuelta y regresando a mi casa, si es que tengo casa, porque en ese lugar a donde quiero ir sólo hay recuerdos flotando en el aire caliente.
--¿Y esas mujeres que usted mencionó?
--¿Yo mencioné mujeres? No señor, usted debe haber oído mal.
El hombre pide otras dos cervezas, aunque yo todavía no he probado más que un buche de la que tengo frente a mí sobre la mesa sucia alrededor de la que algunas moscas revolotean zumbando sin hacernos el menor caso.
--Figúrese usted que en Luvina no hay ningún hotel, ni siquiera un hospedaje de apaga y lárgate, ni una cafetería donde poder comerse un pedazo de pan viejo con sancocho. Por no haber no hay ni una parada de autobuses, porque allá no llega ningún autobús. Y peluquería, farmacia, cine, nada de eso, amigo. Nada. Es que no hay ni árboles para refrescar la temperatura, que siempre está como una olla con potaje echando humo.
Intento tragarme un sorbo de la cerveza sopa que además es agua clara con algo que le da un color amarillento y un sabor a orín de yegua que hay que tener estómago. Y el hombre termina su cháchara:
--Figúrese usted, que en un pueblo que no haya ni putas, ¿qué puede encontrarse? Pues así es Luvina, amigo. Lo que le digo: mejor vuélvase y olvídese de encontrar a ese... ¿cómo me dijo que se llamaba?
--Juan Rulfo.
--Ah, sí. Rulfo, sí señor. Yo creo que lo conozco... Sí... lo conozco, pero ese ya no vive en Luvina.
--¡Ah, no? ¿Y dónde vive?
--¡Ah! ¡Qué tipo tan cuentista! Siempre estaba con un cuento en la boca. Creo que vivía de eso, sí... Pero en fin, que ya no vive allí. No señor. El tal Rulfo se mudó para Macondo... ¿Ha oído usted hablar de Macondo, amigo?
Augusto Lázaro
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