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sábado, 26 de noviembre de 2011

UN VIEJO PESCANDO

Una muchacha estudiante que participaba en el taller literario José María Heredia de Santiago de Cuba, me dijo, al devolverme la novela EL VIEJO Y EL MAR, que yo le había prestado, que no había podido terminar de leerla, porque
--es muy aburrida... un viejo pescando y nada más.
Lo curioso del caso es que la muchacha tenía razón: la novela de Hemingway (1898-1961) es “sólo eso”: un viejo pescando, sólo que ella no supo adentrarse en la maravilla de esas cosas tan simples que pueden llenarnos la vida hasta el punto del disfrute que sentimos cuando tenemos delante de los ojos una obra de arte. Y El viejo y el mar (The old man and the sea), no tengo dudas, es una obra de arte, cuyo principal mérito es su sencillez, el tratamiento de esas cosas simples y sencillas que pueden sucederle a todo el mundo y que sin ellas, la vida sería un verdadero bodrio.

Boris Vian (1920-1959) expresó: “he intentado escribir sobre cosas de las que nadie había hablado. ¡Menuda estupidez! La gente sólo quiere leer acerca de aquello que ya conoce”. Quizás el norteamericano tomó de su contemporáneo francés esa sentencia y la aplicó a sus obras, que por lo general se destacan por esa manera de tratar los hechos más comunes a la humanidad, siempre de una forma de narrar que está al alcance de cualquier lector. Esa afirmación de Vian y esta manera de escribir de Hemingway contrasta con infinidad de opiniones que discrepan por considerar que “escribir para el pueblo” es una tontería, porque así podría escribir cualquiera. Particularmente pienso todo lo contrfario: una novela como PEDRO PARAMO, o unos cuentos como los del autor mexicano, estoy convencido de que no podrían haber sido escritos por cualquiera. Y menos con esa eficacia con la que estos autores citados nos han regalado esas joyas literarias que serán recordadas por un tiempo indefinido.

La mestría con que Hemingway recrea los intentos del viejo pescador en las corrientes del gulf stream por regresar cada día con una presa digna de ganarse el respeto de la comarca donde vive, sólo es propia de los grandes escritores. 84 días de mala suerte no amedrentan al viejo, cuya tenacidad de no rendirse hasta lograr su objetivo, jamás desanimado y mucho menos vencido, muestra su férrea voluntad de imponerse a la fuerza de la Naturaleza, luchando contra ella por alcanzar su fin: pescar un pez enorme, como al fin lo hace, que lo colme de la alegría que nunca ha perdido tras esos larguísimos 84 días de “ mala suerte”, aunque en el viaje de regreso su presa sea pasto de los tiburones y sólo llegue su esqueleto a la playa que lo espera en su día 85. Y es otro acierto, de los muchos de la obra, esa mención casi constante del pescador que echa de menos al muchacho que siempre suele acompañarlo y que hoy no está para presenciar su lucha y su triunfo al capturar su gran presa: “¡ah!, si el muchacho estuviera aquí”...

Descripciones notables tiene esta novela (apartándonos de algunos términos técnicos usados en la pesca nada difíciles de entender por un lector común) calificada quizás por el mismo autor como “una novela corta o un cuento largo”, siendo ambas cosas al unísono, como esta que hace del pescador: “todo en él era viejo, salvo sus ojos, y éstos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos”.

Una pieza literaria que se lee rápido y con deleite por quienes están acostumbrados a enfrentarse a lo que parece que ha sido escrito de un tirón cuando es todo lo contrario. Me recuerda a CONVERSACION EN SICILIA, de Elio Vittorini, que posee igualmente esa característica de convertir en arte la vida por sí misma, enalteciendo las cosas que nos pasan cada día y que suelen pasar por nuestras horas sin que nos parezcan importantes, cuando en realidad son lo más importante que puede sucedernos.

No creo que el ilustre Premio Nobel de Literatura de 1954 haya obtenido el galardón tan mal dado muchísimas veces sólo por esa obra. Pero si así fuera, yo, siendo jurado, no hubiera vacilado en concedérselo por haber creado una obra maestra de la literatura moderna que una vez leída no puede olvidarse. Como no puede olvidarse jamás el pescador Santiago, ese ser tan simple y tan humano que vive en nuestros corazones una vez conocido, con el candor y la nostalgia que concedemos a quienes saben, con su arte, conmovernos.

Augusto Lázaro

martes, 22 de noviembre de 2011

¡ESTOS APARATOS!

No recuerdo el primer equipo eléctrico que vi en mi casa, siendo niño. Recuerdo que a medida que crecía iba descubriendo nuevos aparatos para mí fascinantes: el refrigerador de donde mi madre sacaba la leche, los refrescos, el agua que nos tomábamos siempre fría... el radio con el que oíamos los partidos de béisbol y algunos programas musicales como el de Barbarito Diez que mi madre jamás se perdía, así como novelas, y mi padre las noticias que además leía por las mañanas en los dos periódicos que traían a casa: EL PAIS y EXCELSIOR, con rotograbados los domingos y muñequitos en colores los fines de semana, con los que yo me deleitaba, disfrutándolos en mi habitación, a veces acostado en la cama, imaginando las aventuras, las acciones, los viajes, las regiones que aparecían, de las que prefería las de nieve, que soñaba con ver algún día, pensando que sería algo con lo que se podía jugar como un juguete más... y si acaso alguna batidora en la cocina para uso exclusivo de mi madre. No había más aparatos, al menos mientras yo cursé la primaria, hasta que cuando llegó la adolescencia aumentó la familia de la electricidad con un ventilador y un televisor en blanco y negro que opacó la emoción de los partidos de béisbol en la radio.

Con los años, que pasan demasiado rápido, en mi casa fue creciendo la familia eléctrica desde que comencé a trabajar, hasta llegar a la electrónica, modernizándonos un poco hasta donde podíamos vía recursos económicos. Hoy, muertos mis padres y yo esperando a la pelona que por ahora me ha dicho que tranquilo, que no me tiene en su lista de pedidos, vivo rodeado de artículos y equipos de distinta presencia y de variado uso: computadora, impresora, televisor, DVD, horno, ventiladores, aire acondicionado, calefacción, reloj fosforescente, afeitadora eléctrica, cámara fotográfica, lámpara de noche (que a veces uso de día), tensiómetro, equipo de música, mandos a distancia, etc.

Y si me detengo a calibrar el valor de cada uno de ellos, el verdadero, que es el valor de uso, me pregunto: ¿qué tiempo tengo para dedicarle a tantos?, si el día sólo tiene 24 horas y de ellas hay que descontar las del sueño, el aseo personal, la alimentación, el trabajo, el transporte, las salidas para las gestiones imprescindibles, la vida social, la lectura en papel, y... ¡casi nada! La respuesta está clara: a algunos de esos aparatos muy poco o ninguno, lo que los convierte, con el tiempo de no-uso, en objetos decorativos o inútiles que ocupan espacio y requieren que de vez en cuando les pasemos cuando menos un paño para limpiar sus superficies.

Cada día nos parecemos menos a Diógenes (el cínico, que suele confundirse con Laercio por personas aparentemente curtidas, por no decir cultas), que no necesitaba para ser feliz más que el aire que respiraba y el sol que lo calentaba y endurecía sus huesos. El mercado y la publicidad han logrado convertirnos en una especie de homo-consumiens que sólo piensa en comprar, en adquirir, en almacenar artículos y equipos a los que atenderá con entusiasmo la primera semana, relegándolos muy pronto a atención secundaria, hasta que al final los coloque en su definitivo sitio, envueltos en polvo y soledad.

Porque un ser humano tiene preferencias y utilidades y sólo dedica una parte de su tiempo a lo que de verdad le interesa o le produce placer o beneficio, como digamos un lector voraz que suele pasar muchas horas leyendo algún libro, un melómano, haciendo lo mismo con la música, o un coleccionista de sellos, a cuya contemplación y engrose dedica buena parte de su día normal. El resto del tiempo, si acaso, minutos casi siempre, a aquel proyector que compró y que no necesitaba, y que muestra a algún amigo que lo visita de pascuas a San Juan como objeto de su escasísima atención, y que engrosa junto a los demás no favoritos o preferidos, el listón de cosas innecesarias en las que ha gastado un dinero que quizás le pese ahora, cuando ya no hay remedio para su mal de consumir sin freno.

No en balde decía mi padre que el que gasta en lo superfluo... carece de lo necesario. Y quizás por haber adquirido el proyector aquel que no nos sirve para nada, ahora estemos lamentando que no tengamos el dinero para comprar el edredón que realmente nos sería muy útil cuando el frío apriete...

Augusto Lázaro

jueves, 17 de noviembre de 2011

LOS GATOS Y LOS TOROS

Se rumora que se llevarán los 32 gatos que habitan en el patio de la basílica de San Francisco El Grande, que recientemente mencioné detallando a su madrina bienhechora Isabel, que solía alimentarlos cada tarde con un amor digno de celebrar en estos tiempos en que el odio se está imponiendo en la mitad del mundo.

--¿Y por qué se los llevan? -le pregunto a Conrado, un residente que cuida con esmero las flores que adornan uno de los muritos que separa el corredor del mencionado patio.

--Pues porque aquí van a hacer una especie de jardín o algo por el estilo, un lugar para el disfrute de vecinos y usuarios -me dice, con su clásico pitillo en la boca y una mirada algo nostálgica.

--¿Y qué van a hacer con ellos? ¿Acaso van a matarlos?

Y la pregunta lo sorprende, aunque me contesta, sin lograr del todo calmar esta preocupación:

--No, no van a matarlos, creo. Hay gente que anda en busca de gatos como mascotas, a ellos los darán seguramente.

Y me pongo a pensar que en realidad me gustan los animales. Mi mamá creía que los animales eran mejores que las personas y a veces yo me lo llego a creer, viendo las salvajadas que actualmente se cometen y se quedan impunes, como en el caso de la entrada señalada hace unos días en este mismo blog.

En España se condena el maltrato y la ejecución (particular) de los animales, sobre todo de mascotas como perros, gatos, etc. Y es curioso cómo alguien que mate un cachorro puede ser condenado hasta a días en la cárcel, mientras se celebra como "la fiesta nacional" el espectáculo salvaje de las torturas que le hacen a los toros con su posterior asesinato: los hacen correr, sudar, sofocarse, los pinchan constantemente durante media hora, y les clavan varas de metal en sus carnes, provocándoles dolores intensos y derramamientos de sangre que corre por sus lomos furiosos e impotentes, y al final les entierran una espada que les parte el corazón, provocándole la muerte, que se celebra con gritos y aplausos a un “héroe” (de los tantos que abundan en este país) por parte de un público enardecido que quizás condenaría a un individuo dándole golpes a un perro.

Confieso que no acabo de asimilar que haya políticos, periodistas e instituciones que incluso se atrevan a decir que ese espectáculo es un bien cultural. Quizás yo esté equivocado, pero torturar a un animal, provocarle dolores y hacerlo derramar chorros de sangre, atormentarlo y castigarlo con golpes durante 30 largos minutos, en los cuales corre, se sofoca, suda, sangra, para mí resulta un espectáculo realmente degradante. Ya habíamos superado el lanzamiento de una cabra desde un quinto piso para verla estrellarse y reventar en el suelo (otra salvajada al fin eliminada por clamor popular), pero seguimos deleitándonos con estas corridas que atraen a miles y miles de fanáticos (es la palabra exacta) que van a las plazas a gozar, a gritar, a aplaudir a unos personajes disfrazados de no se sabe qué, dedicados a torturar y matar como si fuera un show de la televisión basura creado para hacer reír a los televidentes con las “gracias” (los pujos) de sus presentadores y concursantes.

Pienso que un perro es exactamente lo mismo que un toro, no puede separarse, como no puede separarse asesinar a un chino de asesinar a un marroquí. Ambas muertes son asesinatos. Igual sucede con los animales. Ambos maltratos, golpes, torturas y muertes, no son más que eso: asesinatos, llámese a un venado, un gato, una foca, una ballena, o un toro.

Augusto Lázaro

viernes, 11 de noviembre de 2011

EL ULTIMO ENCUENTRO

La cita fue en el Centro de Ocio de Príncipe Pío. Un espacio limpio, fresco, agradable, bonito, al que generalmente acuden personas decentes y muchos jóvenes en busca de artículos variados en sus numerosos comercios, sobre todo de vestir, así como a consumir todo tipo de alimentos en meriendas, almuerzos o cenas. Y a pasar un buen rato. Por eso lo había escogido. Ella me dijo: "eres listo, Augusto, lo escogiste porque sabes que allí no se puede fumar". Porque en ese tiempo ella fumaba, quizás lo único suyo que me desagradaba. Ya hoy ha dejado ese vicio que tan mal olor obliga a soportar a quienes no lo padecemos. Pero ya hoy no nos citamos en ningún lugar...

Antes de llegar al punto donde la esperaba, dentro del Centro, me llamó por el móvil diciéndome que se acercaba, que estaba buscando un lugar donde aparcar su coche, que no me impacientara y esas cosas. Cuando la vi venir hacia mí, con esa figurita aparentemente frágil y liviana (sólo aparentemente), mi sonrisa se abrió a su tan ansiado encuentro. Nos abrazamos y enseguida nos dirigimos a alguna de las cafeterías que abundan en comida rápida, pues yo tenía hambre. Nos sentamos y pedimos, ella 2 cañas que no acompañé, pues no suelo consumir alcohol. Y comenzamos a pasar el tiempo.

Pero yo no me sentía bien del todo, pues era la primera vez en varios días que iba a comer algo fuerte, por una indigestión padecida que me atreví a obviar mientras disfrutaba de su compañía. Quizás por eso el encuentro no fue lo que yo esperaba. Y quizás para ella tampoco. No me porté como acostumbro en este tipo de citas, porque mientras la miraba y me embebía de sus ojos azules como un mar en calma, de pronto me machacó una idea que no pude rechazar, y me dije: “¿qué hago yo aquí con esta muchachita de menos de treinta años, cuando ya estoy en el ciclo final de mi vida?”. Nunca como en ese instante la quise tanto: ella había sido muy generosa conmigo, me había tratado con mucho cariño, acudía al encuentro quizás esperando pasar una tarde como no pasamos, y después el tiempo... Ninguno de los dos podía descifrar el misterio de esa cita que algunos pudieran encontrar ilógica o absurda, aunque a ella parecía no importarle que yo le aventajara en casi 40 años: su aire de sencillez y de nobleza me arrastró a un amor que de entrada no podía fructificar en positivo. Al menos, al regresar a mi casa y pensar mucho en ella, como siempre pensaba mucho en ella, llegué a esa conclusión.

No hubo otros encuentros, aunque continuamos comunicándonos por la magia de Internet y de los móviles, y nunca pude decirle estas cosas que ahora escribo y que quizás ella las lea con ese noble corazón que descubrí desde sus primeras palabras cuando llegó a mi edificio y refrescó el espacio, salvándome de caer en una depresión (ya casi había caído) que nada bueno presagiaba. Ella me ayudó a volver a desear vivir, me llenó de la alegría de vivir que ya había perdido, colmó mi ansiedad de encontrar un amor que, aunque “imposible”, sería el más hermoso que jamás había sentido. ¿Cómo no amar a alguien capaz de convertir la decepción en esperanza? A alguien que, como le escribí en una cuartilla apresurada, era (y siempre será para mí) “la que recoge el sol de los domingos / y nos trae, cada lunes, su calor y su luz / prendidos en el sol de su sonrisa”...

Hoy al fin ya sabes, querida, por qué no respondí a tus quizás aspiraciones de pasar una tarde como tú merecías pasar, y no solamente oyendo tonterías con un viejo hambriento devorando un par de huevos fritos con alitas de pollo y dos vasos de leche, todo eso tan ajeno a lo que tú deberías haber recibido de mí...

Augusto Lázaro

martes, 8 de noviembre de 2011

CRIMENES IMPUNES

Cuando era un niño que todavía almacenaba en su cabeza infinidad de creencias y un montón de fe en el ser humano, contemplaba en la iglesia donde mis padres me bautizaron una imagen de María ante el cadáver de su único hijo, Jesús. Era tal la angustia reflejada en aquel rostro que había que tener el corazón como una piedra de molino para no conmoverse. El tiempo me fue endureciendo poco a poco ante los avatares de un derrotero no escogido por mí, en cuya trayectoria, sin embargo, pensé que no volvería a verme ante una imagen que mostrara un dolor capaz de conmoverme como aquél de mi tan lejana infancia.

Me equivoqué: en muchas ocasiones tuve que pasar por el dolor de ver, como ahora mismo, reflejado en unos ojos que dicen toda la verdad que no puede decirse con palabras, la angustia de una madre a la que han arrebatado a su hija, sin siquiera concederle el consuelo, si es que a una madre que ha perdido a su hija puede haber algo capaz de consolarla, de enterrar el cadáver de lo que más ha amado en su vida.

Conocía la historia que me había impresionado antes cuando me sentí, quizás como muchos, impotente ante los bárbaros que cometieron el crimen y que no recibirán el castigo que merecen, que en cualquier otro país sería, cuando menos, el resto de sus vidas entre rejas. Sin embargo, España se ha vuelto un país donde se puede asesinar impunemente y donde existe, hasta el colmo de la desfachatez, un número bastante elevado de magistrados, jueces y autoridades e instituciones que supuestamente amparados por leyes que parecen ser elaboradas y sancionadas por seres desprovistos de dignidad, ponen a estos hijos de la gran en la calle sin que sus conciencias les impidan dormir a plenitud cada noche junto a sus familias. Porque la conciencia no puede remorder a quienes no la tienen.

Marta del Castillo duerme su eternidad cortada brutalmente en algún lugar desconocido, porque sus asesinos no quieren confesar dónde la arrojaron tras cometer su repugnante crimen, y porque las autoridades no son capaces de sacarles la verdad, y se dejan ridiculizar por esos mozalbetes que deberían pasar el resto de sus miserables vidas en una cárcel que de verdad lo fuera, no como las cárceles españolas que parecen hostales, a veces de lujo, para que quienes sólo merecen escupitazos de desprecio pasen poco tiempo en la mayor comodidad: casos como el de De Juana Chaos abundan en esta península.

Me gustaría que todos los españoles, pero sobre todo los magistrados que deberían impartir la justicia tan escasa en nuestras instituciones judiciales, y lo que hacen es poner en la calle a estos engendros de la Naturaleza para que continúen cometiendo delitos y segando vidas inocentes, miraran esta foto. La miraran un rato, observaran bien esos ojos de madre cuyo dolor no podrá ser reparado con nada, que la miren mucho rato, detenidamente, hasta que se cansen de ver ese rostro de mujer machacada por la tolerancia frente a la maldad, y después se fueran a sus casas y se acostaran a dormir... quizás algunos podrían dormir en paz y tener sueños dorados, pero quizás los haya, y no pocos realmente, cuyas conciencias no les permitan cerrar los ojos y creerse que han cumplido su deber...

Augusto Lázaro

foto: Eva Casanueva, madre de Marta del Castillo.

viernes, 4 de noviembre de 2011

LAS BOMBAS EN LOS TRENES

El retorno del sargento Gilad Shalit a Israel a cambio de más de mil palestinos, algunos de los cuales son y seguirán siendo terroristas activos que podrían matar a muchos israelíes en un futuro próximo, demuestra que "los malos" están ganando en todo el mundo. No me convence que, por muy valioso que sea un soldado israelí, pueda dejarse en libertad a terroristas que podrían matar a muchos soldados y civiles israelíes. Porque en el grueso de esos más de mil palestinos, se esconden algunos terroristas, y eso no hay que tener más de dos dedos de frente para comprenderlo y aceptarlo. Soy partidario de que Palestina tenga su estado propio, sin ninguna duda, siempre que acepte la existencia del estado judío, para que se enfríe de una vez la caldera caldeada de ese polvorín en el llamado "oriente medio". Pero no hay que obviar, como hacen siempre algunos medios de la izquierda, que Israel es la única democracia en esa zona, rodeada de enemigos, y que nunca ha declarado que desea borrar del mapa a ningún estado colindante, como sí ha hecho Irán, que desea y quisiera borrar del mapa al estado hebreo. O sea, la diferencia es demasiado notable para ignorarla, y para ignorar quiénes son los enemigos, porque en España, sobre todo en España, hay miles de personas que no se han dado cuenta todavía de que no fueron los israelíes quienes colocaron la bombas en los trenes... ni creo yo que algún día pudieran colocarlas.

Y creo que la mayoría de esos miles entregados a cambio de Shalit son personas normales que merecen vivir libres. Pero de ahí a lo otro hay un trecho que nadie puede justificar ni ocultar. Ha ganado Hamás, ha perdido Israel. La democracia en esa zona siempre caliente ha recibido un duro golpe del que no se recobrará durante mucho tiempo. Copio un fragmento de un recorte de prensa que atestigua que mi preocupación, que no es sólo mía, tampoco es superflua:

“...más de mil muertos arrastran los presos que quedaron libres. Hay
nombres “incomprensibles” como el de Walid Anajas, que en 2002 mató 12
civiles en un pub de Jerusalén, condenado a 36 cadenas perpetuas, o el de
Nasser Yataima, otras 29 cadenas perpetuas, que reventó el hotel Park de
Netanya, dejando 30 asesinados. Musad Hashlemon mandó a dos suicidas a
atentar contra un bus en Beersheva en 2004, matando a 16 personas, y
condenado a 17 penas de vida. Una mujer, Ahlam Tamimi, con sólo 16
años, mató a 15 personas en una pizzería de Jerusalén en 2001...”

Y con esos y otros terroristas se ha pagado la liberación de un solo hombre... Sin embargo, en todo el planeta la situación no es nada halagadora: los malos se aprovechan de la débil democracia occidental, a veces tan endeble que se convierte en protección, abrigo y ayuda de esos malos, que poco a poco se están apoderando de entradas, medios, lugares, empresas, situaciones, etc., y llegan hasta a presentarse como demócratas ante unas autoridades tan ingenuas que los aceptan como tales. El caso de los terroristas islámicos lo demuestra: ellos sí, nosotros no. Ellos hacen y deshacen, nosotros lloramos y hacemos concentraciones silenciosas. Ellos nos usan intentando someternos, nosotros toleramos que nos usen sin hacer otra cosa que condenar verbalmente sus acciones criminales.

Y como colofón de este lamento por la ingenuidad de muchos que habremos de pagar todos en un futuro quizás más próximo de lo que esos muchos creen, una noticia que no es única, pero que puede ponerse como solo ejemplo de lo que puede esperarse de esta democracia endeble y exageradamente tolerante: Moutaz Almallah, el último imputado por los atentados del 11-M en España, ha sido puesto en libertad. Apaga y corre, que ahí viene el lobo, como dirían los niños inocentes que juegan en un parque...

Augusto Lázaro